¡Mirada al frente, granujas!... ¡Atención!
Atención, sí, atención a la vida, muchacho, porque no puedes basar tu existencia sólo en ignorancia, fanatismo, crueldad, diversión insana: equipo de accesorios negativos estimulados por intereses de grandes empresas vinculadas al negocio del fútbol y aquellas anexas a lucrar de él, que, sin responsabilidad alguna hacia la juventud menos favorecida ni a la sociedad que aquella disfruta de agredir constantemente, han amparado y estimulado el crecimiento de hordas pandilleras para llenar estadios hasta convertirse –por calculada conveniencia de fomentar y/o comerciar con el entusiasmo irracional– en cómplices de su diseminación por calles y ámbitos vulnerables a su peligrosidad, al punto que una de las llamadas "barras bravas" ya cobró la vida de una inocente muchacha, cuya primaria ilusión era seguir esforzándose en estudiar y trabajar por una mejor sociedad para su familia, por nosotros, por ella...
Pero a ella, a María Paola Vargas Ortiz, de escasos 26 años, ya la mataron y algunos de esos miserables hasta se habrán tomado varias chelitas bien heladas recordando la "hazaña" después del partido, después de su acción criminal. Y me preguntó: ¿qué vamos a hacer por esa joven? ¿La dejamos muerta y también nos tomamos una cerveza para pasar el trago amargo y esperamos a que el tiempo borre de nuestras memorias la infamia de su asesinato y así podamos conciliar el sueño antes de que su imagen irrumpa cuestionando nuestra absurda e insensible inercia? No podemos, porque la inacción también nos convierte en cómplices del crimen y de cualquier otro que se cometa, y seríamos tan cobardes y despreciables como esas infelices plagas babosas. Propongo, luego de encontrar y sancionar al/los culpable/s, exigir a las autoridades pertinentes que enfoquen el problema de manera distinta, es decir, sin tanta pusilanimidad, sin tanta aprensión para quienes no se han ganado el derecho de merecer más que nuestro repudio: las patéticas y cobardes nominadas "barras bravas".
Existen muchas razones de ese comportamiento insano que disfrutan excretar, de esa disposición visceral a causar daño a sus semejantes; pero como aquella emana de la energía natural de la juventud (en algunos viciada de brutalidad por ignorancia), tiene que encausarse en algo productivo para ellos y la sociedad, y si la familia no pudo cumplir el rol de educar, forjar y encaminar por la senda del bien a sus hijos –sea por falta de carácter, escaso tiempo, educación limitada, parca indolencia, indiferencia afectiva, aunado quizá a otras razones que padres y madres también padecieron como hijos pero que les impide o no desean entender y simplemente intensifican aquella situación crítica que los incapacita de ejercer autoridad y aleja de convertirse en naturales modelos de inspiración para sus hijos–, el Estado tiene que tomar control y ejercer el derecho de la mayoría: detener el insano accionar de las barras bravas antes de que mueran más inocentes o no queden calles ni plazas por donde ningún ciudadano pueda sentirse tranquilo y mucho menos arriesgarse a disfrutar de compartir momentos gratos con sus seres queridos, en algún agradable lugar de la ciudad, sin temor a que alguno de los suyos pierda la vida por la alevosa mano de un delincuente.
¿Delincuente o joven confundido? El asunto no demanda polémica y discutir sobre ello sería estéril, porque ambos cometen el delito: uno lo ejecuta y el otro lo ampara, por cobardía, indiferencia, ignorancia, o arrogancia de confusos 'códigos de honor' que proliferan en delincuentes de toda índole y son exaltados por una juventud obnubilada en la estupidez de pensar que la existencia es aullar desmesurados por un gol de su equipo favorito, o alimentar deseos de matar si su arco es el que sufre "la vergüenza" de la derrota. Pobres infelices, no se dan cuenta que están perdiendo el partido más importante: el valor a la vida humana, y que si continúan por esa senda el único futuro que les queda es jugar al delincuente avezado y ganarse algunas cicatrices grotescas y un nombre 'respetado' sólo en el ámbito de prisiones infectadas de lacras sociales similares a ellos, o quizá un nicho donde no abundarán flores ni se escribirá ningún noble epitafio al pie de su nombre o alias, ambos dignos sólo de ser olvidados.
La ignorancia y la vagancia producen muchos vicios, entonces ¿por qué tantos reparos con el Servicio Militar, si es una alternativa para enderezar el árbol que está creciendo torcido? Ah, ya escucho a madres sufridas, preocupadas aunque tengan un ojo amoratado por caprichos de la mano de su engreído barrista: "¡Ay, Jesús, a mi hijito le van a cortar a coco su lindo cabello y lo van a hacer marchar descalzo veinte kilómetros, sin alimento, agua o descanso, hasta romperle el cu...! ¡Ay Virgencita, no puedo ni decirlo!" Tranquila, señora. No es así. Cálmese. Le aseguro que la milicia no es como usted la experimenta en películas de tercera categoría que infestan la televisión y su mente, ni tampoco como le contó su comadre le pasó a un primo, al menos, claro, que el primo o 'el niño travieso' que usted crió le robe la gorra al oficial a mando del escuadrón, o se agarre los testículos mientras suelta un comentario desmesurado sobre la guapa esposa de un suertudo general, o –no se desmaye, por favor– el culo de su engreído ya se encuentre roto desde antes de ingresar al Ejército.
Permítame explicarle: los camiones de 'la leva' y soldados diligentes al mando de un oficial aplacarían pandillas, y su presencia en las calles haría que su hijo –caso fuera uno de aquellos muchachos aún no contaminados del todo y que participan del pandillaje por inercia o veletería– tuviera la oportunidad de cambiar de amistades, enmendarse, retomar responsabilidades, dedicarse a algo productivo, obtener dinero por su trabajo e invitar a su enamorada a vivir la emoción que le encanta; pero ubicarse en occidente de su estadio favorito, lejos de las graderías de su ‘ambiente popular’, no por prejuicios ni complejos sino para que no le metan un mañoso levante a su pareja o una alimaña lo acuchille por la espalda, simplemente para borrarle esa dicha que envidia del rostro del antiguo 'causita' y sumarle a usted, madre preocupada, una tristeza de por vida: enterrar a un hijo.
Terrible desgracia que puede sucederle a cualquiera, y pregunto: ¿qué sentiría usted si le matan a su hijo o hija? Tómese su tiempo, reflexione sobre ello. Yo imagino que debe sumergir a cualquier madre o padre –si son personas normales– en una profunda e indescriptible pena, capaz de condicionar el resto de sus vidas a un estado irreparable de almas descuartizadas. Pero cuando la indignación y el dolor son tan intensos, la mente busca paliativos que ayuden a respirar y suele alimentar deseos de venganza, como matar al/los asesino/s de su ser querido. Extremo pero entendible modo de resarcir el horror al que un desalmado los ha sometido. Pero yo no creo en matar como castigo ni solución de ningún tipo, sino en la sanción prolongada, en sufrir equitativamente a las consecuencias de sus actos, conminados al cautiverio, a labores útiles, a trabajos forzados si es preciso, por el tiempo que les tome cumplir su condena; aunque muchos preferirían bajarles los calzoncillos y propinarles cientos de latigazos con alambres de púas en el rabo a los asesinos.
Pero como es un derecho de todos aspirar a ser felices y aquí no estamos para proponer venganzas sino fórmulas que permitan construir una mejor sociedad, creo que sería beneficioso para los inadaptados y disolutos muchachos algo del sentido de disciplina, obediencia, esfuerzo, respeto, justicia, conocimiento, sano compañerismo, que ofrece un obligatorio Servicio Militar durante el tiempo que pasen haciendo algo productivo en un cuartel (al menos como los que yo recuerdo, porque el padre de un buen amigo fue militar, oficial íntegro e inteligente, comandante artillero, jefe de uno de ellos, y tuve la oportunidad de constatar el saludable accionar y resultado de soldados al servicio de la patria).
Dígame, madre sufrida, ¿no le gustaría que su hijo se levante temprano, no con resaca de alcohol o juerga desmedida ni deseos trastornados de masturbarse o violar a la inocente más pequeña de su casa o del vecindario, ni golpear a alguien que se cruce con ‘sus demonios’, ni robarse el dinero que usted sola o con ayuda de su pareja –esposo, amante, amigo íntimo, o cachafaz circunstancial– y otros han logrado con esfuerzo en labores honestas, sino con la mejor disposición para enfrentar un nuevo día de existencia loable? Llámese ésta a la fusión de ideas y labores diversas que forjan el espíritu y que un cuartel al mando de oficiales capaces puede lograr: como la consideración por el prójimo, el respeto y cariño por la familia, el sano orgullo de la historia de su nación, aquilatar el gran valor de su cultura, regocijar el Ser con trabajo mancomunado, fortificar el espíritu con metas altruistas, en lugar de jactarse por el daño perpetuado a inocentes. Y si la connotación ‘cachafaz’, según su particular experiencia o educación, aún la mantiene reprimidamente pálida o con los cachetes inflamados de vergüenza, es porque desconoce su significado y le sugiero abrir o comprar un diccionario y leer el concepto, en voz alta, disfrutar del aprendizaje e impregnar a su hijo, a la familia, de algo más sustancial que ordinarios chismes de barrio.
Amparémoslos, démosles la posibilidad de aprender diversos oficios y que entiendan que la natural manera de obtener beneficio y un nuevo horizonte se logra a cambio de compromiso y trabajo esforzado, que no es una utopía mantener el camino equilibrado aunque vivamos en la jungla, porque estimular el raciocinio y el ejercicio físico logra el más sólido contrincante de la barbarie, y el Servicio Militar puede concederles más instrucción que la adquirida en la vagancia y las cantinas, más camaradería que aquella que distorsiona la moral para amparar bajezas y cobardías, más deportes que perseguir obsesivamente una pelota con pies ajenos mientras se amputan la propia conciencia, más lectura que páginas futboleras que juegan a agitar falso entusiasmo, más portadas que aquellas donde políticos venden falacias y chicas voluminosas desbordan encantos para convertir bobos en sicóticos masturbadores, más rancho para las tripas que licores baratos, más oficios dignos que mañas perniciosas, más de hombres sanos que de animales salvajes...
Al menos sabrán que, si ponen de su parte, tienen la oportunidad de enmendar su descalabro y afianzarse a la existencia de una manera decente, y, culminado su tiempo de servicio, ellos decidirán por donde avanzar, el camino a seguir, capitalizar el beneficio proporcionado por el sistema que los ha sacudido de mugre populachera y bravatas cobardes sin sentido. Algunos hasta habrán encontrado su real vocación y se mantendrán en las Fuerzas Armadas (Ejército, Marina, Aviación) para aspirar a convertirse en técnicos u oficiales capaces, y otros hasta entenderán el sentido de los derechos humanos y optarán por pasarse al bando que alguna vez consideraron ‘el enemigo’ y se convertirán en flamantes policías, para que usted, madre sufrida, si quiere le planche el uniforme a su hijo predilecto pero sin riesgos de cortarse la mano con una navaja escondida en sus bolsillos.
Por supuesto que podría pensarse en medidas menos drásticas que enviarlos seis meses, un año o más al servicio de su patria, como facilitarles alternativas para estudiar, trabajar, practicar deportes, y divertirse sanamente, sin necesidad de drogarse y maltratar a nadie; crear o acondicionar centros donde puedan capacitarse en una amplia gama de conocimientos y aprendan y valoren formas de desempeñarse exentas de delincuencia; organizar por todo el territorio de la nación programas sociales al cargo de profesionales –sicólogos, sociólogos, siquiatras, antropólogos, docentes...– que estimulen la mística del individuo en el sentido productivo-creativo de su ámbito familiar y el sistema social que nos agrupa y los ayuden a erradicar de sus mentes conceptos anárquicos destructivos; y también adecuar instalaciones o construir infraestructuras deportivas donde puedan practicar diversos deportes y no solo aquel que los ha trastornado.
La lista puede ampliarse, pero ponerla en práctica demandaría contar con un sentido de responsabilidad que la mayoría de políticos en el Congreso y los chicos carecen y es la razón por que se ha convertido en un grave problema en ambos equipos, aunque todos debieran jugar unidos y con una sola consigna que siempre escuchamos en un gran hombre, un recordado presidente, el arquitecto Fernando Belaúnde Terry, pero que aún nadie es capaz de concretar: ¡Adelante! Magnífica arenga que nos permite soñar con extraordinarias posibilidades, como vencer la ignorancia, la pobreza, la desintegración social. Grandes anhelos que, lamentablemente, jamás se harán realidad si no hay compromiso del Estado.
Imaginemos que fuera factible una acción desligada de mezquindad y/o de irracionalidad –caso los congresistas y muchachos nos sorprendan con un repentino arrepentimiento y disposición sana y responsable nunca antes demostrada–, se necesita un tiempo de implementación que no podemos esperar con los brazos cruzados, y mientras el Estado decide trabajar en ello en lugar de disiparse en la vanidad improductiva de áridas discusiones donde suelen prevalecer más los aspectos de índole personal que la planificación necesaria para que un país crezca de manera integral, el Servicio Militar puede encargarse de asentar en el espíritu de un pandillero no el veneno de la ignorancia y la futilidad sino todo valor que consolida un espíritu valioso.
Pero no todo será dicha, porque en la tierra más fértil brota maleza, e imagino que aquellos muchachos que se rebelen, por diversas razones, por lo menos estarán fichados, vigilados, y los más peligrosos anidarán en calabozos militares y los mantendrán alejados de la sociedad. Por eso pienso que el Servicio Militar sería conveniente para todos: a una mayoría de jóvenes les será beneficioso y, repito, aunque un puñado de rebeldes –por naturaleza insana– pugne por imponer irracionalidad para incrementar su testaruda manera de ser, todos estarán bajo el control y la supervisión de la F.F.A.A., por un Estado que debe concederles una oportunidad, una menos mezquina y cruel que aquella que unos inadaptados le otorgaron a una inocente muchacha que conocí gracias al insano proceder del pandillaje de las 'barras bravas', capaces de las acciones más miserables, como arrebatarle a María Paola Vargas Ortiz el derecho a vivir y, a nosotros, el privilegio de apreciar a una niña feliz de desarrollarse en una sociedad distinta, civilizada, una que aspiramos los que amamos nuestro país, una donde la vida de una persona tenga más valor que los intereses mafiosos de grandes corporaciones y la debilidad mental de un puñado de cobardes facinerosos.
El conde de Montelisto
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