Los hermanos Cori: grandes maestros desde niños.
Deysi y Jorge Cori son un par de brillantes jovencitos que deben llenarnos de orgullo y alegría: ambos hermanos acaban de consagrase campeones mundiales de ajedrez en el campeonato realizado en Antalya (Turquía) la semana pasada. Un extraordinario, digno y merecido triunfo, más que suficiente para celebrar y enarbolarlos de gloria.
Pero es mucho más que un alegre acontecimiento para aplaudir un nuevo logro de los brillantes hermanos Cori.
Para quienes hayan o no seguido su accionar desde los difíciles comienzos en los arenales de Villa El Salvador hasta alcanzar rotundas conquistas internacionales, también debiera servir para rescatar anhelos de grandes victorias individuales y colectivas, porque nos ayuda a reflexionar, entender y aceptar, gracias a la admirable capacidad demostrada por ambos hermanos desde muy pequeños, que genéticamente ni culturalmente estamos trastocados como apuntalan las tristes acciones de muchos compatriotas (puliéndose en destacar en lodo personal o intrascendencia histórica aquellos vinculados a la política) y podemos jugar en las grandes ligas, a la par con las naciones más desarrolladas, y que, si realmente lo deseamos y ponemos empeño en ello, tenemos en nuestra idiosincrasia las virtudes necesarias para convertirnos en los mejores del mundo: inteligencia, coraje, pundonor, amor.
Deysi ganó el título de campeona mundial sub 16 y su hermano Jorge el de sub 14, en un disputado campeonato donde participaron los mejores exponentes del ajedrez. A Deysi le tomó muchas horas en diversas partidas para lograrlo, sin arrogancia, más bien con una humildad y sencillez que, de manera natural, suele provenir de grandes campeones, dignos de admiración y respeto. Pero prefirió esperar unas horas para celebrar; antes tenía que apoyar a su hermano menor en su última partida. Jorge había tenido contratiempos e iba segundo en la tabla; debía concentrase en ganarle al holandés Benjamín Pok sin distraerse por la expectativa angustiante de que perdiera el polaco Kamil Dragun, que lideraba la competencia: esta combinación era su única oportunidad de resarcirse e intentar obtener el campeonato. Las circunstancias se presentaron favorables y él, tan talentoso como su hermana, aprovechó para batirse hasta alcanzar el triunfo y lograr para la familia Cori una hazaña sin precedentes y carta de presentación para los record Guiness: dos hermanos de 14 y 16 años campeones mundiales de ajedrez en un campeonato realizado en similar fecha.
Un par de niños con mente privilegiada, sin lugar a dudas; provistos de un don natural para el sencillo y complejo juego de ajedrez. Pero tal desborde de virtuosidad me llevó a considerar una hipótesis: quizá aquel talento innato fue intensificado por algún influjo cósmico de miles de partículas que arrastraron parte de la inteligencia del Universo mientras viajaban millones de años atravesando diversas galaxias para impregnarse en sus moléculas peruanas en el momento en que fueron concebidos por sus padres, bajo el amparo de una noche estrellada en pasión, en sensaciones e inteligentes movimientos, construyendo amor y una de las razones poderosas para que, desde la primera célula, sus hijos se inclinaran a jugar ajedrez en lugar de peinar muñecas o bailar el trompo todo el día, preparándose, desde el primer grito guerrero de vida, a vencer todo contrincante con el buen uso de su depurada técnica absorbida de distantes puntos del espacio y el cariño de sus padres, como lo logró Deysi frente a magníficas exponentes internacionales, mientras Jorge hizo igual con jovencitos prodigiosos.
Apabullante conquista. Y para desmoronar dudas de algunos escépticos, envidiosos o ignorantes de aspectos que circundan al ajedrez, puntualizo que ambos jovencitos también derrotaron a todos los asesores y estudiosos que acompañaron a los magníficos adversarios pero que, incluso unidos por la desesperación producida ante el feroz talento innato de Deysi y Jorge y las extenuantes horas para analizar el estilo de los imbatibles hermanos, no pudieron contrarrestar la capacidad de los peruanos, como si el juego lo hubieran inventado los Incas, los hijos del Sol, y ella fuera la más digna princesa protegida por el astro, y él, una refulgente nueva estrella formándose en el cosmos.
Me encantaría que, aunada a la grandeza de los Incas, se les adhiera el haber sido los creadores del ajedrez, pero la historia puntualiza que se originó en la India, en el siglo VI dC, propagándose por Persia, y luego por el Imperio bizantino, hasta expandirse por Asia. Los árabes le tomaron gran cariño y engrieron al ajedrez en largas horas de análisis y contemplación, abstraídos en el encanto proveniente de aquellas enigmáticas fichas negras y blancas talladas en marfil, madera, piedras preciosas, o huesos de valerosos enemigos, dignos de perpetuarse en el desierto y encandilarse, desde la muerte, como sus vencedores en aquella ciencia y magia que gravita en el tablero de sesenta y cuatro casilleros donde treinta y dos piezas y la genialidad de dos jugadores modifican la dimensión del espacio de esa personal galaxia alterándose constantemente al compás de interminables posibilidades de estrategia, intensificando la convicción de sus protectores de que se trata de uno de sus más valiosos tesoros, un digno relato para ser narrado en la inmensidad del desierto y aumentar el caudal de ‘Las mil y una noches’ y misterios para sucumbir a la enigmática voz de una bella mujer, salvando su delicado cuello con estrategia comparable solo a frontales, fatigosos pero sólidos avances de peón, con rápidos desplazamientos diagonales de alfil, con intrépidos saltos a caballo por encima de temibles torres enemigas; o, más preciso en este caso, con el vertiginoso y astuto temperamento de una valerosa jovencita, ya convertida en reina tras vencer peligros y deslumbrar al rey, propinándole un jaque mate a la arrogancia y a la adversidad, ahora hincadas por siempre ante Deysi ‘Sherezade’ Cori.
A los árabes, sin embargo, ese afecto espontáneo por su juego preferido, carente de intransigencia cultural y fanatismo religioso, no los ayudó a desligarse de confrontaciones étnicas o irascibles ideologías con pueblos colindantes al suyo, pero sí incrementó la férrea intención de no permitir que el ajedrez saliera de su territorio. Lo hubieran logrado de no haber tenido inquietudes de otros juegos menos divertidos para desprevenidos contrincantes ubicados en Europa. Así, montados en miles de camellos, guiados por las estrellas, la interpretación alterada de sagrados escritos, y la ambición, cruzaron el desierto llevando consigo los rigores de su presencia, su caudalosa influencia y el ajedrez durante la etapa de conquista. Luego de la invasión musulmana, en pocos siglos, el ajedrez invadió el mundo con más fortaleza y atractivo para sus jugadores y espectadores que el espectáculo que pudieran brindarnos unos elefantes estrellas dominados por magníficas odaliscas de un fascinante circo hindú.
Es que la genialidad cautiva. Pero ¿son genios los hermanos Cori o son simplemente unos jóvenes empeñosos que decidieron ser lo mejor en el juego-ciencia, el deporte inteligente donde únicamente las mentes más brillantes logran títulos mundiales? Porque no solo es un asunto genético, cósmico y aquel enigma que desconocemos, sino el de una férrea convicción de que pueden ser los mejores y son capaces de asimilar el rigor, la disciplina, la constancia, el sacrificio, la entrega, el inmenso amor, que demanda transformar un sueño tan ambicioso en realidad: ser el mejor exponente de tu capacidad en el mundo, un territorio poblado por seis mil millones de personas. Una cifra considerable. Por supuesto que no todas juegan al ajedrez, pero hay varios millones que sí, y bastante bien.
Yo no me considero un jugador brillante de ajedrez, pero aún puedo conceder un juego respetable, emocionante… aunque no imbatible como los que pude lograr de joven, ganándole a todo adversario que convergía en mi entorno –familiares, vecindario, colegio, barrio, amigos, clubes de ajedrez, centros de esparcimiento, parques...– porque, modestia aparte, llegué a convertirme en un depurado jugador: rápido en el análisis, audaz en el ataque, iconoclasta en la diversidad, innovador sobre la marcha, concentración inquebrantable, memoria de elefante o de anciana que ha tenido una buena vida y no quiere olvidar nada. Ahora, también sabía que no tenía la prodigiosa capacidad requerida para jugar en círculos más exigentes o el nivel de destreza como para ser invitado a participar en eventos relevantes, y mucho menos aspirar conquistar algún campeonato internacional, porque no tuve lo que parece sobrarles a los hermanos Cori desde pequeños: esa luz interna que intensifica el anhelo, aclara el horizonte y compromete a ser el mejor.
Mientras seguía el avance de los hermanos Cori hasta su gran triunfo final, la nostalgia invadió mi sistema y decidí repasar los movimientos de las partidas jugadas por Deysi, porque su hermano menor aún no había culminado su participación en el torneo. Primero fue con carácter meramente científico, de análisis a sus jugadas, a la intuitiva o elaborada iniciativa cargadas de sexto sentido y/o estrategia; también a las respuestas de sus oponentes y posibles variantes en el avance de sus piezas. Partidas interesantes, entretenidas, llenas de mágicos misterios que iban revelándose frente a mis ojos. Admirable; suficiente esplendor para disfrutar, reflexionar, tranquilizarme, clausurar la laptop y la información recavada de Google por mi leal y hermosa asistente e ir a montar uno de mis caballos. Pero como de niño no tuve la oportunidad de jugar a ese nivel ni medirme con los mejores exponentes del mundo del ajedrez, me dejé llevar por el entusiasmo, me levanté del mullido sillón de mi biblioteca y salí del castillo, decidido a encontrar en el cosmos a Deysi Cori y jugar unas partidas de ajedrez. Ella, noble de corazón, y sin intimidarse por la gran diferencia de edades ni por ponerla al tanto de mis innatas capacidades en el juego-ciencia desde niño, aceptó el reto. Su comprensivo hermanito, de buen ánimo, aceptó ser testigo del evento: “De todos, algo se puede aprender”, aseveró Jorge.
Me senté en mi lugar favorito, sobre la banca de mármol que mandé colocar al borde del acantilado que protege mi castillo de extraños, y volví a abrir mi laptop color púrpura, marca ‘si funciona bien es la que necesitas’, para navegar por Internet, recavar las jugadas del campeonato y proponer las variantes de las adversarias que habían sucumbido con ella, como le expliqué a Deysi. Ella y su hermano intercambiaron una mirada de absoluta tranquilidad y se ubicaron en el otro extremo de la banca, muy cómodos en la dimensión en que yo les veía.
Estaban contentos: no solo por satisfacer mi anhelo de poder competir con un maestro del ajedrez, sino por apreciar el tablero hecho de piedra volcánica, laja arequipeña, al igual que las magníficas piezas blancas y negras (promedio de veinte y treinta centímetros de envergadura) posicionadas sobre él, en medio de nosotros. A ambos les gustó tanto, que les dije que podrían venir a visitarme y jugar con ellas aunque yo no estuviera presente, las veces que quisieran, y que, al morir, serían suyas. Me contestaron que mi buen aspecto aseguraba que pasarían muchísimos años y que ellos ya serían tan grandes como yo, y que mejor me visitaban para darme la revancha. Escucharlos me llenó el espíritu de gozo y desligó inquietudes de envanecimientos futuros. ¿Revancha? ¡Ah Vanidad, que no solo debilitas a adultos! Nadie es perfecto.
Empezamos. “Damas primero, sean negras, blancas, o trigueñas, Deysi”, le dije. Ambos rieron. Pero como no solo soy un noble conde sino un caballero, además de compartir su festejo, decidí mover las piezas de ella y también, en íntima reflexión, dosificar mis habilidades ajedrecísticas y no humillarla delante de su hermano. Esa era la honesta intención: diversión y aprendizaje sin maltratar la autoestima de nadie. Moví las piezas acorde a las jugadas de ella y sus contrincantes y propuse las variantes personales en los momentos indicados, recabando de la memoria habilidades de juventud, esgrimiendo toda experiencia de viejo jugador, hombre intuitivo a lo inmediato y reflexivo al sentido de existencia.
Luego de terminada la ficticia sesión, compartimos opiniones y, en lugar de ir a pasear por la playa, Deysi propuso algo que a Jorge y a mí nos pareció justo. Así nos desligamos de imaginarios oponentes e hipótesis abstractas y decidimos jugar ‘la gran partida’: la maestra jovencita versus el listo conde. “Muy bien. Vuestros deseos son órdenes, señorita. Eso sí, ahora no pienso concederle ninguna ventaja”, esgrimí, y ella y su hermano volvieron a sonreír con una tranquilidad escalofriante. Mi advertencia no era verdadera, como ya han leído sobre mi real motivación, pero al volver a sumergirme en el paradigma Deysi Cori, entendí que no tenía otra opción que guardar los guantes blancos y usar toda mi capacidad si deseaba brindar una digna batalla, y no abrigar esperanzas de ninguna revancha para intentar librarme del malestar.
El enfrentamiento fue feroz. Utilicé aperturas y jugadas clásicas de los grandes maestros, depuré la técnica, llegué a elaborar mentalmente hasta diez posibles jugadas y las diversas respuestas a las mismas, arremetí con alternativas desconcertantes, contraataqué, blufeé, hice amagos para confundirla, asumí riesgos que harían palidecer a Napoleón, intercambié piezas como si fuera un depurado negociador de la ONU, inventé variantes que apagarían el foco creativo a Thomas Alva Edison, mandé elaborar platillos tan sabrosos como los del buen Gastón Acurio (soy un buen anfitrión y disfruto cocinar) para distraerle la mente con el gozo del paladar, olfato y vista; incluso recité poemas de Chocano y personales, con animo de enternecer su corazón y apiade su inteligencia. Di toda mi capacidad, incrementada por la inspiración que las jugadas de mi oponente concedían. Avanzó el tiempo. Las piezas iban desapareciendo del tablero, las miradas revelaban respeto y admiración luego de cada movimiento. Entre jugada y jugada, ambos hermanos tomaban limonada, comían biscochos, galletas, chocolates, reían, y yo ingería vino y me empachaba con sabores, aromas y texturas de la deliciosa comida peruana (eso sí, controlado cualquier vergonzoso e inoportuno sollozo). Así transcurrieron las horas, envueltos en unas partidas intensas, emocionantes, divertidas, y una última muy angustiante para mí.
Al finalizar la fusta, estaba agotado pero contento de que en todos los partidos el resultado fuera el mismo, el que su hermano y yo esperábamos y obvio impedimento de apostar: Deysi Cori me venció de manera contundente. Ninguna sorpresa, menos una fatalidad, por supuesto. Es más, mi admiración por ella se incrementó, y si no me sentí frustrado de la apabullante derrota, fue no solo por verla feliz, engarzando una sonrisa inocente y destellando una mirada noble detrás de sus lentes, sino que estaba convencido de que igual desenlace hubieran tenido con cualquiera de los hermanos Deysy y Jorge Cori los niños Alekhine, Kárpov, Kaspárov, Spassky, Fischer, Capa Blanca, sus similares en mujeres, y el resto de los niños genios; incluido un niño grande como Bill Gates usando el mejor de sus programas y mil de los gurúes-asesores virtuales que colaboran con él.
Deysi y Jorge Cori son incuestionables campeones, en toda su dimensión, y la entidad pertinente debería modificar el reglamento y otorgarles los laureles deportivos (¿o los niños no deben tener similares derechos que los adultos?) y ayudarlos a entrar al libro de record Guiness no solo por ser precoces campeones mundiales de ajedrez sino que, desde la infancia, han sido capaces de emerger no desde un pueblo lejano pero sí olvidado como muchos otros por un Estado indolente y luchar sin más recursos que su indesmallable temperamento y el amor de sus padres, pugnando para destacar en una nación que no provee a los más pequeños la protección más adecuada para su desarrollo –democrática educación, adecuada nutrición, cobertura general en salud, protección en el entorno familiar, seguridad en ámbitos donde se desenvuelven…–; tan agobiante realidad que suele amilanar o destruir a la mayoría.
Pero no a los hermanos Cori: ellos vencen todos esos obstáculos creados por el asfixiante letargo del Estado a través de toda su historia, vencen la carestía que limita posibilidades en los más humildes, vencen complejos y prejuicios, vencen envidias y egoísmos, vencen la sin razón de instituciones y entidades que no brindan suficiente apoyo, vencen el agotamiento y la frustración, vencen las inquietudes de la edad, vencen la falta de comprensión de muchos que confundieron su obsesión con un pasatiempo transitorio, vencen todo contrincante frente a ellos, uno a uno, lentamente, sin amilanarse, aunque caigan y sufran heridas que puedan desconcertarlos pero nunca detenerlos.
Ese es el temple de ambos hermanos: cualquiera sea el obstáculo o desenlace de una nueva fusta, volverán a levantarse y luchar, tenazmente, convencidos de que son magníficos seres humanos, que sus valores personales están muy por encima de los complejos de un machismo abocado en someterla por ser mujer –en el caso de Deysi–, o de obstaculizarle cualquier camino –en el caso de Jorge–, y que deben recordar lo aprendido desde pequeños y no tienen por qué sucumbir aunque el sistema de su país esté caprichosamente diseñado para destruirlos y robarles todos sus sueños, intentado marchitarla a ella en una tierra estéril de apoyo antes de permitirle y/o ayudarla a germinar como una espléndida flor hasta verla convertida en sólido árbol de magníficos frutos, y tratarán de forjarlo a él en un niño asustadizo, endureciéndole el corazón paulatinamente hasta transformarlo en un macho intransigente, lleno de complejos, inseguridades y rencor. Pero no podrán lograrlo con ninguno de los dos, porque Deysi Cori está tallada en la madera noble de los grandes y sorteará toda adversidad hasta convertirse en una maestra del ajedrez, reconocida internacionalmente, y su hermano Jorge, con igual fiereza, gracia y talento hará igual.
Estos chicos merecen todo el apoyo del Estado, porque son un ejemplo para la juventud y un orgullo para los que vemos en ellos la imagen triunfal que quisiéramos apreciar en las nuevas generaciones, en el futuro de la patria. Hay que otorgarles becas; apoyo económico y logístico para que viajen a todos los campeonatos en los que puedan participar; pasearlos por todo el Perú como ejemplo de su generación y las siguientes; asignarles una renta que les permita tranquilidad económica y concentrarse en desarrollar su capacidad ajedrecística, sin desconcentrar estudios y concretar otros grandes anhelos (que debieran ser de todos nosotros); proporcionarles un seguro médico con atención personalizada, rápida y eficaz, porque no pueden perder tiempo en pasillos ni en largas horas de espera para ser atendidos por alguna dolencia. Estos niños deben ser protegidos como patrimonio de la nación, porque se lo merecen y la inusual experiencia ayudará a fomentar la crucial disposición del Estado hacia todos los niños del Perú.
La capacidad analítica y fortaleza de espíritu que se requiere para desarrollar planteamientos de ajedrez y llevarlos a cabo si el contrincante es alguien tan o más capaz que uno, demanda un altísimo grado de inteligencia y una fortaleza de espíritu inquebrantable, cualidades que debieran fomentarse en las nuevas generaciones para que puedan aspirar a ser los mejores del mundo y quizá, como los hermanos Cori, puedan lograrlo, reflexiono ahora, recordando la agradable visita de mis dos amigos imaginados, mientras camino en la arena, arrullado por olas constantes, embriagado de admiración por el mar, acompañado por las estrellas y anhelos de un mejor horizonte: si todas las personas se entregaran a sus responsabilidades con la tenacidad y capacidad con que los hermanos Deysi y Jorge Cori siguen creciendo y juegan sus difíciles partidos de ajedrez, podríamos salir del subdesarrollo y ubicarnos a nivel de naciones civilizadas. Ojalá que el extraordinario triunfo de estos dos niños ejemplares nos inspire a darle un Jaque Mate a las adversidades de nuestra nación.
El conde de Montelisto
Pero es mucho más que un alegre acontecimiento para aplaudir un nuevo logro de los brillantes hermanos Cori.
Para quienes hayan o no seguido su accionar desde los difíciles comienzos en los arenales de Villa El Salvador hasta alcanzar rotundas conquistas internacionales, también debiera servir para rescatar anhelos de grandes victorias individuales y colectivas, porque nos ayuda a reflexionar, entender y aceptar, gracias a la admirable capacidad demostrada por ambos hermanos desde muy pequeños, que genéticamente ni culturalmente estamos trastocados como apuntalan las tristes acciones de muchos compatriotas (puliéndose en destacar en lodo personal o intrascendencia histórica aquellos vinculados a la política) y podemos jugar en las grandes ligas, a la par con las naciones más desarrolladas, y que, si realmente lo deseamos y ponemos empeño en ello, tenemos en nuestra idiosincrasia las virtudes necesarias para convertirnos en los mejores del mundo: inteligencia, coraje, pundonor, amor.
Deysi ganó el título de campeona mundial sub 16 y su hermano Jorge el de sub 14, en un disputado campeonato donde participaron los mejores exponentes del ajedrez. A Deysi le tomó muchas horas en diversas partidas para lograrlo, sin arrogancia, más bien con una humildad y sencillez que, de manera natural, suele provenir de grandes campeones, dignos de admiración y respeto. Pero prefirió esperar unas horas para celebrar; antes tenía que apoyar a su hermano menor en su última partida. Jorge había tenido contratiempos e iba segundo en la tabla; debía concentrase en ganarle al holandés Benjamín Pok sin distraerse por la expectativa angustiante de que perdiera el polaco Kamil Dragun, que lideraba la competencia: esta combinación era su única oportunidad de resarcirse e intentar obtener el campeonato. Las circunstancias se presentaron favorables y él, tan talentoso como su hermana, aprovechó para batirse hasta alcanzar el triunfo y lograr para la familia Cori una hazaña sin precedentes y carta de presentación para los record Guiness: dos hermanos de 14 y 16 años campeones mundiales de ajedrez en un campeonato realizado en similar fecha.
Un par de niños con mente privilegiada, sin lugar a dudas; provistos de un don natural para el sencillo y complejo juego de ajedrez. Pero tal desborde de virtuosidad me llevó a considerar una hipótesis: quizá aquel talento innato fue intensificado por algún influjo cósmico de miles de partículas que arrastraron parte de la inteligencia del Universo mientras viajaban millones de años atravesando diversas galaxias para impregnarse en sus moléculas peruanas en el momento en que fueron concebidos por sus padres, bajo el amparo de una noche estrellada en pasión, en sensaciones e inteligentes movimientos, construyendo amor y una de las razones poderosas para que, desde la primera célula, sus hijos se inclinaran a jugar ajedrez en lugar de peinar muñecas o bailar el trompo todo el día, preparándose, desde el primer grito guerrero de vida, a vencer todo contrincante con el buen uso de su depurada técnica absorbida de distantes puntos del espacio y el cariño de sus padres, como lo logró Deysi frente a magníficas exponentes internacionales, mientras Jorge hizo igual con jovencitos prodigiosos.
Apabullante conquista. Y para desmoronar dudas de algunos escépticos, envidiosos o ignorantes de aspectos que circundan al ajedrez, puntualizo que ambos jovencitos también derrotaron a todos los asesores y estudiosos que acompañaron a los magníficos adversarios pero que, incluso unidos por la desesperación producida ante el feroz talento innato de Deysi y Jorge y las extenuantes horas para analizar el estilo de los imbatibles hermanos, no pudieron contrarrestar la capacidad de los peruanos, como si el juego lo hubieran inventado los Incas, los hijos del Sol, y ella fuera la más digna princesa protegida por el astro, y él, una refulgente nueva estrella formándose en el cosmos.
Me encantaría que, aunada a la grandeza de los Incas, se les adhiera el haber sido los creadores del ajedrez, pero la historia puntualiza que se originó en la India, en el siglo VI dC, propagándose por Persia, y luego por el Imperio bizantino, hasta expandirse por Asia. Los árabes le tomaron gran cariño y engrieron al ajedrez en largas horas de análisis y contemplación, abstraídos en el encanto proveniente de aquellas enigmáticas fichas negras y blancas talladas en marfil, madera, piedras preciosas, o huesos de valerosos enemigos, dignos de perpetuarse en el desierto y encandilarse, desde la muerte, como sus vencedores en aquella ciencia y magia que gravita en el tablero de sesenta y cuatro casilleros donde treinta y dos piezas y la genialidad de dos jugadores modifican la dimensión del espacio de esa personal galaxia alterándose constantemente al compás de interminables posibilidades de estrategia, intensificando la convicción de sus protectores de que se trata de uno de sus más valiosos tesoros, un digno relato para ser narrado en la inmensidad del desierto y aumentar el caudal de ‘Las mil y una noches’ y misterios para sucumbir a la enigmática voz de una bella mujer, salvando su delicado cuello con estrategia comparable solo a frontales, fatigosos pero sólidos avances de peón, con rápidos desplazamientos diagonales de alfil, con intrépidos saltos a caballo por encima de temibles torres enemigas; o, más preciso en este caso, con el vertiginoso y astuto temperamento de una valerosa jovencita, ya convertida en reina tras vencer peligros y deslumbrar al rey, propinándole un jaque mate a la arrogancia y a la adversidad, ahora hincadas por siempre ante Deysi ‘Sherezade’ Cori.
A los árabes, sin embargo, ese afecto espontáneo por su juego preferido, carente de intransigencia cultural y fanatismo religioso, no los ayudó a desligarse de confrontaciones étnicas o irascibles ideologías con pueblos colindantes al suyo, pero sí incrementó la férrea intención de no permitir que el ajedrez saliera de su territorio. Lo hubieran logrado de no haber tenido inquietudes de otros juegos menos divertidos para desprevenidos contrincantes ubicados en Europa. Así, montados en miles de camellos, guiados por las estrellas, la interpretación alterada de sagrados escritos, y la ambición, cruzaron el desierto llevando consigo los rigores de su presencia, su caudalosa influencia y el ajedrez durante la etapa de conquista. Luego de la invasión musulmana, en pocos siglos, el ajedrez invadió el mundo con más fortaleza y atractivo para sus jugadores y espectadores que el espectáculo que pudieran brindarnos unos elefantes estrellas dominados por magníficas odaliscas de un fascinante circo hindú.
Es que la genialidad cautiva. Pero ¿son genios los hermanos Cori o son simplemente unos jóvenes empeñosos que decidieron ser lo mejor en el juego-ciencia, el deporte inteligente donde únicamente las mentes más brillantes logran títulos mundiales? Porque no solo es un asunto genético, cósmico y aquel enigma que desconocemos, sino el de una férrea convicción de que pueden ser los mejores y son capaces de asimilar el rigor, la disciplina, la constancia, el sacrificio, la entrega, el inmenso amor, que demanda transformar un sueño tan ambicioso en realidad: ser el mejor exponente de tu capacidad en el mundo, un territorio poblado por seis mil millones de personas. Una cifra considerable. Por supuesto que no todas juegan al ajedrez, pero hay varios millones que sí, y bastante bien.
Yo no me considero un jugador brillante de ajedrez, pero aún puedo conceder un juego respetable, emocionante… aunque no imbatible como los que pude lograr de joven, ganándole a todo adversario que convergía en mi entorno –familiares, vecindario, colegio, barrio, amigos, clubes de ajedrez, centros de esparcimiento, parques...– porque, modestia aparte, llegué a convertirme en un depurado jugador: rápido en el análisis, audaz en el ataque, iconoclasta en la diversidad, innovador sobre la marcha, concentración inquebrantable, memoria de elefante o de anciana que ha tenido una buena vida y no quiere olvidar nada. Ahora, también sabía que no tenía la prodigiosa capacidad requerida para jugar en círculos más exigentes o el nivel de destreza como para ser invitado a participar en eventos relevantes, y mucho menos aspirar conquistar algún campeonato internacional, porque no tuve lo que parece sobrarles a los hermanos Cori desde pequeños: esa luz interna que intensifica el anhelo, aclara el horizonte y compromete a ser el mejor.
Mientras seguía el avance de los hermanos Cori hasta su gran triunfo final, la nostalgia invadió mi sistema y decidí repasar los movimientos de las partidas jugadas por Deysi, porque su hermano menor aún no había culminado su participación en el torneo. Primero fue con carácter meramente científico, de análisis a sus jugadas, a la intuitiva o elaborada iniciativa cargadas de sexto sentido y/o estrategia; también a las respuestas de sus oponentes y posibles variantes en el avance de sus piezas. Partidas interesantes, entretenidas, llenas de mágicos misterios que iban revelándose frente a mis ojos. Admirable; suficiente esplendor para disfrutar, reflexionar, tranquilizarme, clausurar la laptop y la información recavada de Google por mi leal y hermosa asistente e ir a montar uno de mis caballos. Pero como de niño no tuve la oportunidad de jugar a ese nivel ni medirme con los mejores exponentes del mundo del ajedrez, me dejé llevar por el entusiasmo, me levanté del mullido sillón de mi biblioteca y salí del castillo, decidido a encontrar en el cosmos a Deysi Cori y jugar unas partidas de ajedrez. Ella, noble de corazón, y sin intimidarse por la gran diferencia de edades ni por ponerla al tanto de mis innatas capacidades en el juego-ciencia desde niño, aceptó el reto. Su comprensivo hermanito, de buen ánimo, aceptó ser testigo del evento: “De todos, algo se puede aprender”, aseveró Jorge.
Me senté en mi lugar favorito, sobre la banca de mármol que mandé colocar al borde del acantilado que protege mi castillo de extraños, y volví a abrir mi laptop color púrpura, marca ‘si funciona bien es la que necesitas’, para navegar por Internet, recavar las jugadas del campeonato y proponer las variantes de las adversarias que habían sucumbido con ella, como le expliqué a Deysi. Ella y su hermano intercambiaron una mirada de absoluta tranquilidad y se ubicaron en el otro extremo de la banca, muy cómodos en la dimensión en que yo les veía.
Estaban contentos: no solo por satisfacer mi anhelo de poder competir con un maestro del ajedrez, sino por apreciar el tablero hecho de piedra volcánica, laja arequipeña, al igual que las magníficas piezas blancas y negras (promedio de veinte y treinta centímetros de envergadura) posicionadas sobre él, en medio de nosotros. A ambos les gustó tanto, que les dije que podrían venir a visitarme y jugar con ellas aunque yo no estuviera presente, las veces que quisieran, y que, al morir, serían suyas. Me contestaron que mi buen aspecto aseguraba que pasarían muchísimos años y que ellos ya serían tan grandes como yo, y que mejor me visitaban para darme la revancha. Escucharlos me llenó el espíritu de gozo y desligó inquietudes de envanecimientos futuros. ¿Revancha? ¡Ah Vanidad, que no solo debilitas a adultos! Nadie es perfecto.
Empezamos. “Damas primero, sean negras, blancas, o trigueñas, Deysi”, le dije. Ambos rieron. Pero como no solo soy un noble conde sino un caballero, además de compartir su festejo, decidí mover las piezas de ella y también, en íntima reflexión, dosificar mis habilidades ajedrecísticas y no humillarla delante de su hermano. Esa era la honesta intención: diversión y aprendizaje sin maltratar la autoestima de nadie. Moví las piezas acorde a las jugadas de ella y sus contrincantes y propuse las variantes personales en los momentos indicados, recabando de la memoria habilidades de juventud, esgrimiendo toda experiencia de viejo jugador, hombre intuitivo a lo inmediato y reflexivo al sentido de existencia.
Luego de terminada la ficticia sesión, compartimos opiniones y, en lugar de ir a pasear por la playa, Deysi propuso algo que a Jorge y a mí nos pareció justo. Así nos desligamos de imaginarios oponentes e hipótesis abstractas y decidimos jugar ‘la gran partida’: la maestra jovencita versus el listo conde. “Muy bien. Vuestros deseos son órdenes, señorita. Eso sí, ahora no pienso concederle ninguna ventaja”, esgrimí, y ella y su hermano volvieron a sonreír con una tranquilidad escalofriante. Mi advertencia no era verdadera, como ya han leído sobre mi real motivación, pero al volver a sumergirme en el paradigma Deysi Cori, entendí que no tenía otra opción que guardar los guantes blancos y usar toda mi capacidad si deseaba brindar una digna batalla, y no abrigar esperanzas de ninguna revancha para intentar librarme del malestar.
El enfrentamiento fue feroz. Utilicé aperturas y jugadas clásicas de los grandes maestros, depuré la técnica, llegué a elaborar mentalmente hasta diez posibles jugadas y las diversas respuestas a las mismas, arremetí con alternativas desconcertantes, contraataqué, blufeé, hice amagos para confundirla, asumí riesgos que harían palidecer a Napoleón, intercambié piezas como si fuera un depurado negociador de la ONU, inventé variantes que apagarían el foco creativo a Thomas Alva Edison, mandé elaborar platillos tan sabrosos como los del buen Gastón Acurio (soy un buen anfitrión y disfruto cocinar) para distraerle la mente con el gozo del paladar, olfato y vista; incluso recité poemas de Chocano y personales, con animo de enternecer su corazón y apiade su inteligencia. Di toda mi capacidad, incrementada por la inspiración que las jugadas de mi oponente concedían. Avanzó el tiempo. Las piezas iban desapareciendo del tablero, las miradas revelaban respeto y admiración luego de cada movimiento. Entre jugada y jugada, ambos hermanos tomaban limonada, comían biscochos, galletas, chocolates, reían, y yo ingería vino y me empachaba con sabores, aromas y texturas de la deliciosa comida peruana (eso sí, controlado cualquier vergonzoso e inoportuno sollozo). Así transcurrieron las horas, envueltos en unas partidas intensas, emocionantes, divertidas, y una última muy angustiante para mí.
Al finalizar la fusta, estaba agotado pero contento de que en todos los partidos el resultado fuera el mismo, el que su hermano y yo esperábamos y obvio impedimento de apostar: Deysi Cori me venció de manera contundente. Ninguna sorpresa, menos una fatalidad, por supuesto. Es más, mi admiración por ella se incrementó, y si no me sentí frustrado de la apabullante derrota, fue no solo por verla feliz, engarzando una sonrisa inocente y destellando una mirada noble detrás de sus lentes, sino que estaba convencido de que igual desenlace hubieran tenido con cualquiera de los hermanos Deysy y Jorge Cori los niños Alekhine, Kárpov, Kaspárov, Spassky, Fischer, Capa Blanca, sus similares en mujeres, y el resto de los niños genios; incluido un niño grande como Bill Gates usando el mejor de sus programas y mil de los gurúes-asesores virtuales que colaboran con él.
Deysi y Jorge Cori son incuestionables campeones, en toda su dimensión, y la entidad pertinente debería modificar el reglamento y otorgarles los laureles deportivos (¿o los niños no deben tener similares derechos que los adultos?) y ayudarlos a entrar al libro de record Guiness no solo por ser precoces campeones mundiales de ajedrez sino que, desde la infancia, han sido capaces de emerger no desde un pueblo lejano pero sí olvidado como muchos otros por un Estado indolente y luchar sin más recursos que su indesmallable temperamento y el amor de sus padres, pugnando para destacar en una nación que no provee a los más pequeños la protección más adecuada para su desarrollo –democrática educación, adecuada nutrición, cobertura general en salud, protección en el entorno familiar, seguridad en ámbitos donde se desenvuelven…–; tan agobiante realidad que suele amilanar o destruir a la mayoría.
Pero no a los hermanos Cori: ellos vencen todos esos obstáculos creados por el asfixiante letargo del Estado a través de toda su historia, vencen la carestía que limita posibilidades en los más humildes, vencen complejos y prejuicios, vencen envidias y egoísmos, vencen la sin razón de instituciones y entidades que no brindan suficiente apoyo, vencen el agotamiento y la frustración, vencen las inquietudes de la edad, vencen la falta de comprensión de muchos que confundieron su obsesión con un pasatiempo transitorio, vencen todo contrincante frente a ellos, uno a uno, lentamente, sin amilanarse, aunque caigan y sufran heridas que puedan desconcertarlos pero nunca detenerlos.
Ese es el temple de ambos hermanos: cualquiera sea el obstáculo o desenlace de una nueva fusta, volverán a levantarse y luchar, tenazmente, convencidos de que son magníficos seres humanos, que sus valores personales están muy por encima de los complejos de un machismo abocado en someterla por ser mujer –en el caso de Deysi–, o de obstaculizarle cualquier camino –en el caso de Jorge–, y que deben recordar lo aprendido desde pequeños y no tienen por qué sucumbir aunque el sistema de su país esté caprichosamente diseñado para destruirlos y robarles todos sus sueños, intentado marchitarla a ella en una tierra estéril de apoyo antes de permitirle y/o ayudarla a germinar como una espléndida flor hasta verla convertida en sólido árbol de magníficos frutos, y tratarán de forjarlo a él en un niño asustadizo, endureciéndole el corazón paulatinamente hasta transformarlo en un macho intransigente, lleno de complejos, inseguridades y rencor. Pero no podrán lograrlo con ninguno de los dos, porque Deysi Cori está tallada en la madera noble de los grandes y sorteará toda adversidad hasta convertirse en una maestra del ajedrez, reconocida internacionalmente, y su hermano Jorge, con igual fiereza, gracia y talento hará igual.
Estos chicos merecen todo el apoyo del Estado, porque son un ejemplo para la juventud y un orgullo para los que vemos en ellos la imagen triunfal que quisiéramos apreciar en las nuevas generaciones, en el futuro de la patria. Hay que otorgarles becas; apoyo económico y logístico para que viajen a todos los campeonatos en los que puedan participar; pasearlos por todo el Perú como ejemplo de su generación y las siguientes; asignarles una renta que les permita tranquilidad económica y concentrarse en desarrollar su capacidad ajedrecística, sin desconcentrar estudios y concretar otros grandes anhelos (que debieran ser de todos nosotros); proporcionarles un seguro médico con atención personalizada, rápida y eficaz, porque no pueden perder tiempo en pasillos ni en largas horas de espera para ser atendidos por alguna dolencia. Estos niños deben ser protegidos como patrimonio de la nación, porque se lo merecen y la inusual experiencia ayudará a fomentar la crucial disposición del Estado hacia todos los niños del Perú.
La capacidad analítica y fortaleza de espíritu que se requiere para desarrollar planteamientos de ajedrez y llevarlos a cabo si el contrincante es alguien tan o más capaz que uno, demanda un altísimo grado de inteligencia y una fortaleza de espíritu inquebrantable, cualidades que debieran fomentarse en las nuevas generaciones para que puedan aspirar a ser los mejores del mundo y quizá, como los hermanos Cori, puedan lograrlo, reflexiono ahora, recordando la agradable visita de mis dos amigos imaginados, mientras camino en la arena, arrullado por olas constantes, embriagado de admiración por el mar, acompañado por las estrellas y anhelos de un mejor horizonte: si todas las personas se entregaran a sus responsabilidades con la tenacidad y capacidad con que los hermanos Deysi y Jorge Cori siguen creciendo y juegan sus difíciles partidos de ajedrez, podríamos salir del subdesarrollo y ubicarnos a nivel de naciones civilizadas. Ojalá que el extraordinario triunfo de estos dos niños ejemplares nos inspire a darle un Jaque Mate a las adversidades de nuestra nación.
El conde de Montelisto
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