El condenado a conde y a errante millonario
A veces recuerdo con nostalgia los años en que me transportaba de la manera más rudimentaria, incómoda e incivilizada, aquella adherida a todo aspecto del horror y a nada que pudiera entusiasmar a una persona normal, mucho menos desear volver a tener esas indignantes experiencias, capaces de vejar el espíritu y aumentar el dolor de vivir en una ciudad poco civilizada, preso en una destartalada herramienta móvil que podría ser la tortura favorita de la Inquisición, caso permanecer aún los excesos de la Iglesia en el siglo XXI. Pero el ser humano es un enigma, un paradigma psico-fisiológico lleno de sorpresas, la puesta en escena de una obra absurda que deseamos y peleamos por protagonizar día a día, asaltados por íntimas sensaciones y pensamientos extraños, realizando acciones contrarias a lo que uno considera ‘un comportamiento normal’.
A mí me ocurre cuando paso por Lima: me embarga la nostálgica ternura hacia el horror, como si las formas grotescas y hedores que despide esa ciudad invadieran mi organismo con más alteración en mi sistema que los LSD que consumí en mi juventud. No estoy envuelto en juegos sádico masoquistas, pero algo más fuerte que el raciocinio o el sentido común me impulsa a convulsionarme en una aventura citadina de peligros inimaginables, y decido salir de mi acogedora y segura residencia, vestido de manera sencilla, dinero en las medias (es lo único que no suelen robarle a uno en Lima cuando es asaltado), dejando órdenes a mi atractiva asistente de no llamarme, máximo enviarme algún mensaje, y solo si es muy importante (porque uno cambió mi vida), y voy al reencuentro del caos, de mi pasado proletario.
Así es, amigos, nací plebeyo como todos ustedes y me convertí en aristocrático conde y millonario por gajes del destino gracias a que, perdido en un castillo de Europa, un miembro de mi extensa familia, un gran señor, consideró dejarle bienes y título a uno de sus parientes, a cambio de que su heredero le conceda a su memoria y apellido una gracia que jamás tuvieron y un uso más adecuado de su inmensa fortuna. Yo fui elegido por razones que desconozco pero que me ganaron la confianza del tío excéntrico y la automática enemistad de toda mi familia, de parientes que dicen serlo pero que ni siquiera supe tenía hasta el momento en que murió el viejo conde. Por eso me cambié de nombre y ando de incógnito por todo el mundo: la única que sabe donde me encuentro y quien soy es mi asistente, y gracias a ella es que aún no me olvido de que fui hijo plebeyo antes que conde ricachón.
La noticia de mi buena fortuna me llegó un día en que viajaba en uno de los más destartalados micros de Lima, un mensaje de texto. Extraje el celular, con cautela, ojos prudentes sobre el entorno y el cobrador que parecía el jefe de la pandilla maldita, y leí: “Urgente. Llamaron de Francia. Aseguran que eres el heredero del conde Alex Hannd Samurb. Debes viajar de inmediato. Envían avión particular”. Pensé que era una broma y dejé de reír sólo cuando leía los detalles de mi herencia, en mi avión privado, tomando champagne y saboreando, por primera vez en mi vida, dos colores de caviar, recostado sobre un comodísimo asiento de piel de ante que parecía extraído de la película ‘El gran Gatsby’, atendido por ‘mi equipo’ de empleados como si yo fuera una estrella de Rock y todos unas promiscuas desvergonzadas y serviles groupiers, convenciéndome de que no estaba dormido ni que se trataba de una tomadura de pelo. “Una broma así sería muy costosa. Una gorda exentricidad que no la disfrutaría ni Mr. Carlos Slim”, aseveró la encantadora joven que atendía en el avión y que muy pronto ascendería en el escalafón laboral para convertirse en mi leal asistente.
Ese texto cambió mi vida, porque antes del impredecible sms, había asumido mi destino: sobrevivir con dignidad las limitaciones de mi economía y disfrutar, lo meramente posible y dentro del amplio espectro que nos rodea, la existencia. Me había convertido en una persona tranquila, sin grandes aspiraciones materiales, y encontraba, en el proceso de caminar, observar a la especie, contemplar la naturaleza, escuchar música, dibujar y escribir, un íntimo regocijo, un placer profundo, comparable a lo que alguna vez, de muy joven, sentí cuando estaba aturdido en sexo, drogas y dispersión. Placeres peligrosos de los que decidí alejarme antes de quedarme sin mente para disfrutar el resto de mis días o sin apetito sexual para cuando apareciera la mujer destinada a compartir la aventura de vivir. Fue un proceso difícil, pero logré recuperarme, encontrar mi centro en el Cosmos y, luego de algunos años de disciplinados ejercicios mentales-sensoriales, convertirme en un asceta. Un hombre simple, un ser comprometido con el acto de respirar verdad, abstraído en aspectos sencillos y complejos de la naturaleza humana y de aquella prodigiosa que nos ha permitido invadir su mundo perfecto. Podría haberme mantenido sumergido en esa plácida corriente, feliz, hasta encontrarme con la muerte, pero el Destino escribe su propia historia y altera constantemente la que uno se empeña en redactar para sí.
¿Un millonario más acosa este mundo miserable o un miserable millonario es acosado por el mundo? Al primer momento pensé en repartir la fortuna entre familiares, antiguos amigos, conocidos, entidades que velen por los derechos de niños y ancianos, comprarme una pequeña casa frente al mar, asignarme una pensión que me permita caminar, pintar y escribir sin premuras, lejos de todo y todos. Pero las rigurosas cláusulas del testamento me impedían poner en práctica mi decisión y no concedía más que dos alternativas: renunciar a la herencia o asumir la responsabilidad. La primera opción era preocupante: significaba entregarle absoluto poder sobre el uso de los recursos de la herencia a la firma de abogados más cara de Europa, pero ‘humilde y filantrópicamente dispuesta’, según ellos, a concederle a la fortuna el más excelso fin imaginable. “Podríamos ayudar a millones de niños desamparados, y usted no tendría que preocuparse por nada”, me aseguró su presidente, modulando refinada educación en su acento inglés y ocultando cualquier brillito codicioso en la mirada.
Era una posibilidad que me permitiría recuperar mi tranquila y valorada vida, y les dije que meditaría al respecto. Pero no me dieron tiempo ni siquiera de pestañar contemplaciones sobre la propuesta y trataron de convencerme de que no había mejor alternativa que cederles mi herencia para darle el uso correcto, un destino de nobles causas, me aseguraban muy dignos al comienzo y luego bastante exaltados en un salón privado de uno de los clubes más prestigiosos de Londres, tomando y comiendo como príncipes descarriados, rodeados por atractivas prostitutas de diez mil dólares cada una que querían tirarme a toda costa y antes de concebir la personal revelación que clarificó el destino con más puntualidad que la voz de un oráculo griego: la herencia tendría un fin filantroputísimo y el pago abultado de sus ejecutivos responsables en liquidarla en poco tiempo, sin dejar ni para comprar leche a media docena de niños raquíticos y, mucho menos, para asumir mi modesta pensión.
Luego de despertar del bacanal, les informé sobre mi decisión: “Asumo mi responsabilidad, señores. Llevaré a cabo los deseos de mi pariente y desde hoy seré conde”. Explosionaron en carcajadas hacia lo que consideraron mi peruviano sentido de humor, pero como yo era el único que no reía, les pareció fatal e intentaron convencerme con razones legales, engorrosas, de impuestos y procedimientos, y también nombrando enemigos que tenía el viejo conde y que yo heredaba. Al comienzo fue un sutil intento de amedrentar con tecnicismos legales y enemigos desconocidos, pero luego que entendieron que mi decisión era un hecho concreto, me dijeron que lo pensara bien o habría consecuencias que podría lamentar. Las amenazas nunca me asustaron, pero en un país distante, sin gente conocida y mucho dinero en juego, podría tornar en criminal al ser más respetable, y ninguno de esos abogados parecía serlo. Pero me fui tranquilo de esa ciudad, con un par de sustos y ninguna herida que lamentar y sí unas que recordar con placidez: las que me dejó en el corazón y en el cuerpo mi buena amiga Juliette.
Pude escabullirme con Juliette luego de un peligroso partido de tenis que jugué con el presidente de la firma al día siguiente de nuestra fricción circunstancial. Fue una buena táctica organizar el encuentro y amortiguar el ánimo invitándolos a un partido matutino, para tenerlos a todos en pantalones cortos en el court de polvo de ladrillo y poder escapar; pero modifiqué el plan inicial de fugar, para quedarme y demostrarle a Juliette que no soy un cobarde y un buen tenista, capaz, ¡por las plumas de Pachacútec!, de batirlo en público aunque sea inglés y ya me enteré que es accionista en el museo empeñado en no regresar las piezas de Machupichu.
Le di una paliza: los passing shots de drive y back hand eran imparables, los drops le hundían su bigote en las entrañas rojas del court y cada smash clavaba su orgullo en las negras profundidades de la cancha. Comprenderán que esa situación no minimizó sus flemáticas y macabras intenciones para conmigo, y emprendí la veloz retirada, en pantalones cortos, bajo un repentino chubasco y usando la raqueta como si fuera la invencible espada de un mosquetero, para mantener alejados a los tres sicarios que el lord inglés ordenó me atrapen cuando iba tranquilamente rumbo a guarecerme y darme una ducha. Iba ganando la escaramuza, pero cuando me percaté del par de automáticas, no dejé de correr hasta chocarme con el auto en que fugaba Juliette. No solo fue un mejor plan, espontáneo y preciso, sino que me permitió pasar unos días en su departamento, disfrutando de sus atenciones culinarias y sexuales. Es una magnífica cheff, pero necesita juntar dinero para abrir un restaurante. Le agradecí que me ayudara y le aseguré jamás olvidarlo, e hizo conmigo, según ella, lo que jamás haría una puta.
Bueno, bueno, magnifique Juliette, podría refutar, pero decidí dejarlo allí, sumergido en sus labios rozados, como si fuera el capitán Nemo, en el fondo del mar, buscando conchas de abanico con perlas gigantes en dulces y saladas entrañas. Luego que se recuperó, ingresamos a Internet para una investigación precisa. Usamos su laptop color púrpura. No era redonda, pero le comenté que me traía recuerdos de ‘Purple Haze’, de Jimmy Hendrix, y de unas alucinantes pastillas de ese color. Me contó que era una de las siete que le regaló el dueño de una importadora de informática, amante complaciente que accedió al capricho o excentricismo de mi francesita adorada: quería usar una de diferente color cada día de la semana. Le dije que lo primero que haría sería comprarme una igual y pensar en ella; pero Juliette –que en el fondo es una romántica– me terminó regalando la suya y hoy es mi favorita.
Luego de navegar en el mundo legal, encontramos una firma de abogados de reconocido prestigio por ética y trabajos sociales ad honórem. Nos pareció interesantes los casos en que se habían involucrado, responsabilidades que tenían que ver más con una disposición de compromiso social con la comunidad que la búsqueda de una recompensa económica. Hizo una cita con la nueva firma, nos vestimos para el contacto personal y definir las acciones. Desde el primer encuentro me dio una sensación de alivio (la intuición, si uno está alerta, es capaz de reconocer una cueva de ladrones o un ámbito de gente decente). Expuse la situación, planteé mis inquietudes, la manera en que quería darle solución al ‘problema’, y ellos aceptaron y sugirieron un par de acciones inteligentes para amoldar el testamento a mis requerimientos y me di cuenta de que no estaba equivocado: había encontrado a la gente idónea.
Firmé los papeles necesarios, convencido de que los únicos que lamentarán su fracasado plan de coerción sería la firma de lobos que quiso desangrarme a dentelladas ambiciosas, con natural ánimo de destrucción, si ello permite construir un nuevo edificio para seguir depredando incautos. “El más sufrido será el presidente de esa firma”, me recordó Juliette –mi fantástica amiga francesa, la más linda de todas las prostitutas que llegaron al club inglés con rostros y siluetas dignas de bailarinas del Mouling Rouge–, entre el gozo y el juego, porque luego de contarme su anhelos como cheff, pensé en una manera de ayudarla antes de que terminara la fiestita de bienvenida. Enterados los asistentes y asociados al bufete de que una me gustaba más que las otras, Juliette siguió mis instrucciones y le cobró veinte mil dólares por adelantado. Ya tenía la cuota inicial para su restaurante y yo, en su acogedor restaurante parisino, una mesa destinada solo para mí, prometió.
Estas circunstancias no me dejaron más alternativa que asumir la responsabilidad escrita para mí por los inimaginables misterios que se desprenden del Universo. Ustedes podrían entender esta situación inusual (caudaloso y repentino dinero, propiedades en distintos lugares del mundo, autos deportivos, dos aviones para uso particular, un yate, un castillo, caballos, reses, conejos, amantes, empleados pagados por una ínfima parte de los intereses de un fidecomiso, un título de conde, etc.), como la tremenda suerte de ganarse la lotería, pero en el testamento existen ciertas cláusulas y algunas de ellas me prohíben desbarrancar el dinero en frivolidades o excesos de placer (mujeres, licor, juego, adquisiciones excéntricas, etc.).
Por supuesto que logro evadir esa cláusula que me parece escalofriante de solo imaginar esclavizarme a ella: si ya no puedo seguir el prodigioso camino de un asceta, por qué no aceitar el prodigioso camino de un conde hasta la cúspide de la meseta. No sé qué pensarán ustedes, pero yo tengo una teoría: me parece que el conde Alex Hannd Samurb era un tío un poco reprimido y, por alguna razón enfermiza, ha querido dejarle a uno de sus sobrinos las limitaciones morales que tuvo él en vida, pero que, de alguna manera turbia, desea que yo encuentre las formas idóneas de saltar los obstáculos y concederle la alegría de no sucumbir como él a los parámetros de abstinencia a los placeres. Aunque también es posible que mi tío fuera muy astuto e ideó su peculiar testamento para medir mis decisiones desde un inicio. Como sea, el resultado le fue favorable, y jamás me enteraré si tenía un plan ‘B’, caso fallarle su sobrino predilecto.
Me siento satisfecho y dosifico mis placeres. Pero el gozo no solo es de la carne sino del espíritu, y ayudo a muchísima gente, de manera anónima, por razones de seguridad y porque no quisiera poner a prueba el real valor de la amistad, condicionada ahora por el dinero. En agradecimiento, me puse el nombre de mi tío, con algunas variantes en su morfología y que, de alguna manera, me acerca más a la leyenda familiar, a un relato que se pierde en el tiempo en que escuchaba a mi abuelo asegurar –entre copas de pisco y mágicos relatos domingueros– que en nuestros genes fluye la sangre de un tataratataratatarabuelo y extraordinario escritor francés. Nunca me reveló quién era, quizá porque no era su escritor preferido y sí el de la abuela, que me aclaró el misterio: “Todas las mujeres de esta familia han estado enamoradas de él. ¿Por qué crees que tienes tantas tías y primas Constansa?” Me cayó como un rayo. “¡Alejandro Dumas!”, levanté la voz y tuve que salir de casa cuando el abuelo empezaba a sacarse la correa para usarla como fuete, armado de ofuscación y sin la dignidad ofrecida por el noble acero del florete, uno de los principales elementos del fabulador de tantas obras entretenidas e interesantes, como ‘Los tres mosqueteros’ y ‘El conde de Montecristo’.
Ahora todo conjuga en la influencia cósmica, y es parte de mi historia y de cómo me convertí en un condenado a conde y en millonario errante. Por eso, mañana tengo que volver a viajar, andaré por tres o cuatro continentes (el itinerario suele tener modificaciones abruptas y tengo que fluir de acuerdo a las necesidades), lo que me recuerda que ya no tengo tanto tiempo como antes, ni siquiera para escribir. Pero esta pesadilla de responsabilidades no destruirá mis anhelos de ex plebeyo ni de aristocrático conde mientras ambos sigan abocados en transformarla en un bello cuento de hadas con inmejorable fin para todos los que sean parte de la historia. En el ínterin, prometo estar en contacto con ustedes y al tanto de la situación de Perú, mi país natal, desde cualquier parte del mundo, y espero volver pronto, pues añoro a mi patria aun antes de partir.
Antes de arreglar maletas para ir a tomar posesión de mi castillo y asumir ciertas responsabilidades, una última sugerencia: cuídense de rufianes y de dejarse embargar por pensamientos destructivos, y, sobre todo, recuerden que solo unidos en sentido común y sensibilidad hacia sus semejantes podrán construir una sociedad civilizada, una que merece la mayoría de ustedes.
Alejando Brumas, el conde de Montelisto
A mí me ocurre cuando paso por Lima: me embarga la nostálgica ternura hacia el horror, como si las formas grotescas y hedores que despide esa ciudad invadieran mi organismo con más alteración en mi sistema que los LSD que consumí en mi juventud. No estoy envuelto en juegos sádico masoquistas, pero algo más fuerte que el raciocinio o el sentido común me impulsa a convulsionarme en una aventura citadina de peligros inimaginables, y decido salir de mi acogedora y segura residencia, vestido de manera sencilla, dinero en las medias (es lo único que no suelen robarle a uno en Lima cuando es asaltado), dejando órdenes a mi atractiva asistente de no llamarme, máximo enviarme algún mensaje, y solo si es muy importante (porque uno cambió mi vida), y voy al reencuentro del caos, de mi pasado proletario.
Así es, amigos, nací plebeyo como todos ustedes y me convertí en aristocrático conde y millonario por gajes del destino gracias a que, perdido en un castillo de Europa, un miembro de mi extensa familia, un gran señor, consideró dejarle bienes y título a uno de sus parientes, a cambio de que su heredero le conceda a su memoria y apellido una gracia que jamás tuvieron y un uso más adecuado de su inmensa fortuna. Yo fui elegido por razones que desconozco pero que me ganaron la confianza del tío excéntrico y la automática enemistad de toda mi familia, de parientes que dicen serlo pero que ni siquiera supe tenía hasta el momento en que murió el viejo conde. Por eso me cambié de nombre y ando de incógnito por todo el mundo: la única que sabe donde me encuentro y quien soy es mi asistente, y gracias a ella es que aún no me olvido de que fui hijo plebeyo antes que conde ricachón.
La noticia de mi buena fortuna me llegó un día en que viajaba en uno de los más destartalados micros de Lima, un mensaje de texto. Extraje el celular, con cautela, ojos prudentes sobre el entorno y el cobrador que parecía el jefe de la pandilla maldita, y leí: “Urgente. Llamaron de Francia. Aseguran que eres el heredero del conde Alex Hannd Samurb. Debes viajar de inmediato. Envían avión particular”. Pensé que era una broma y dejé de reír sólo cuando leía los detalles de mi herencia, en mi avión privado, tomando champagne y saboreando, por primera vez en mi vida, dos colores de caviar, recostado sobre un comodísimo asiento de piel de ante que parecía extraído de la película ‘El gran Gatsby’, atendido por ‘mi equipo’ de empleados como si yo fuera una estrella de Rock y todos unas promiscuas desvergonzadas y serviles groupiers, convenciéndome de que no estaba dormido ni que se trataba de una tomadura de pelo. “Una broma así sería muy costosa. Una gorda exentricidad que no la disfrutaría ni Mr. Carlos Slim”, aseveró la encantadora joven que atendía en el avión y que muy pronto ascendería en el escalafón laboral para convertirse en mi leal asistente.
Ese texto cambió mi vida, porque antes del impredecible sms, había asumido mi destino: sobrevivir con dignidad las limitaciones de mi economía y disfrutar, lo meramente posible y dentro del amplio espectro que nos rodea, la existencia. Me había convertido en una persona tranquila, sin grandes aspiraciones materiales, y encontraba, en el proceso de caminar, observar a la especie, contemplar la naturaleza, escuchar música, dibujar y escribir, un íntimo regocijo, un placer profundo, comparable a lo que alguna vez, de muy joven, sentí cuando estaba aturdido en sexo, drogas y dispersión. Placeres peligrosos de los que decidí alejarme antes de quedarme sin mente para disfrutar el resto de mis días o sin apetito sexual para cuando apareciera la mujer destinada a compartir la aventura de vivir. Fue un proceso difícil, pero logré recuperarme, encontrar mi centro en el Cosmos y, luego de algunos años de disciplinados ejercicios mentales-sensoriales, convertirme en un asceta. Un hombre simple, un ser comprometido con el acto de respirar verdad, abstraído en aspectos sencillos y complejos de la naturaleza humana y de aquella prodigiosa que nos ha permitido invadir su mundo perfecto. Podría haberme mantenido sumergido en esa plácida corriente, feliz, hasta encontrarme con la muerte, pero el Destino escribe su propia historia y altera constantemente la que uno se empeña en redactar para sí.
¿Un millonario más acosa este mundo miserable o un miserable millonario es acosado por el mundo? Al primer momento pensé en repartir la fortuna entre familiares, antiguos amigos, conocidos, entidades que velen por los derechos de niños y ancianos, comprarme una pequeña casa frente al mar, asignarme una pensión que me permita caminar, pintar y escribir sin premuras, lejos de todo y todos. Pero las rigurosas cláusulas del testamento me impedían poner en práctica mi decisión y no concedía más que dos alternativas: renunciar a la herencia o asumir la responsabilidad. La primera opción era preocupante: significaba entregarle absoluto poder sobre el uso de los recursos de la herencia a la firma de abogados más cara de Europa, pero ‘humilde y filantrópicamente dispuesta’, según ellos, a concederle a la fortuna el más excelso fin imaginable. “Podríamos ayudar a millones de niños desamparados, y usted no tendría que preocuparse por nada”, me aseguró su presidente, modulando refinada educación en su acento inglés y ocultando cualquier brillito codicioso en la mirada.
Era una posibilidad que me permitiría recuperar mi tranquila y valorada vida, y les dije que meditaría al respecto. Pero no me dieron tiempo ni siquiera de pestañar contemplaciones sobre la propuesta y trataron de convencerme de que no había mejor alternativa que cederles mi herencia para darle el uso correcto, un destino de nobles causas, me aseguraban muy dignos al comienzo y luego bastante exaltados en un salón privado de uno de los clubes más prestigiosos de Londres, tomando y comiendo como príncipes descarriados, rodeados por atractivas prostitutas de diez mil dólares cada una que querían tirarme a toda costa y antes de concebir la personal revelación que clarificó el destino con más puntualidad que la voz de un oráculo griego: la herencia tendría un fin filantroputísimo y el pago abultado de sus ejecutivos responsables en liquidarla en poco tiempo, sin dejar ni para comprar leche a media docena de niños raquíticos y, mucho menos, para asumir mi modesta pensión.
Luego de despertar del bacanal, les informé sobre mi decisión: “Asumo mi responsabilidad, señores. Llevaré a cabo los deseos de mi pariente y desde hoy seré conde”. Explosionaron en carcajadas hacia lo que consideraron mi peruviano sentido de humor, pero como yo era el único que no reía, les pareció fatal e intentaron convencerme con razones legales, engorrosas, de impuestos y procedimientos, y también nombrando enemigos que tenía el viejo conde y que yo heredaba. Al comienzo fue un sutil intento de amedrentar con tecnicismos legales y enemigos desconocidos, pero luego que entendieron que mi decisión era un hecho concreto, me dijeron que lo pensara bien o habría consecuencias que podría lamentar. Las amenazas nunca me asustaron, pero en un país distante, sin gente conocida y mucho dinero en juego, podría tornar en criminal al ser más respetable, y ninguno de esos abogados parecía serlo. Pero me fui tranquilo de esa ciudad, con un par de sustos y ninguna herida que lamentar y sí unas que recordar con placidez: las que me dejó en el corazón y en el cuerpo mi buena amiga Juliette.
Pude escabullirme con Juliette luego de un peligroso partido de tenis que jugué con el presidente de la firma al día siguiente de nuestra fricción circunstancial. Fue una buena táctica organizar el encuentro y amortiguar el ánimo invitándolos a un partido matutino, para tenerlos a todos en pantalones cortos en el court de polvo de ladrillo y poder escapar; pero modifiqué el plan inicial de fugar, para quedarme y demostrarle a Juliette que no soy un cobarde y un buen tenista, capaz, ¡por las plumas de Pachacútec!, de batirlo en público aunque sea inglés y ya me enteré que es accionista en el museo empeñado en no regresar las piezas de Machupichu.
Le di una paliza: los passing shots de drive y back hand eran imparables, los drops le hundían su bigote en las entrañas rojas del court y cada smash clavaba su orgullo en las negras profundidades de la cancha. Comprenderán que esa situación no minimizó sus flemáticas y macabras intenciones para conmigo, y emprendí la veloz retirada, en pantalones cortos, bajo un repentino chubasco y usando la raqueta como si fuera la invencible espada de un mosquetero, para mantener alejados a los tres sicarios que el lord inglés ordenó me atrapen cuando iba tranquilamente rumbo a guarecerme y darme una ducha. Iba ganando la escaramuza, pero cuando me percaté del par de automáticas, no dejé de correr hasta chocarme con el auto en que fugaba Juliette. No solo fue un mejor plan, espontáneo y preciso, sino que me permitió pasar unos días en su departamento, disfrutando de sus atenciones culinarias y sexuales. Es una magnífica cheff, pero necesita juntar dinero para abrir un restaurante. Le agradecí que me ayudara y le aseguré jamás olvidarlo, e hizo conmigo, según ella, lo que jamás haría una puta.
Bueno, bueno, magnifique Juliette, podría refutar, pero decidí dejarlo allí, sumergido en sus labios rozados, como si fuera el capitán Nemo, en el fondo del mar, buscando conchas de abanico con perlas gigantes en dulces y saladas entrañas. Luego que se recuperó, ingresamos a Internet para una investigación precisa. Usamos su laptop color púrpura. No era redonda, pero le comenté que me traía recuerdos de ‘Purple Haze’, de Jimmy Hendrix, y de unas alucinantes pastillas de ese color. Me contó que era una de las siete que le regaló el dueño de una importadora de informática, amante complaciente que accedió al capricho o excentricismo de mi francesita adorada: quería usar una de diferente color cada día de la semana. Le dije que lo primero que haría sería comprarme una igual y pensar en ella; pero Juliette –que en el fondo es una romántica– me terminó regalando la suya y hoy es mi favorita.
Luego de navegar en el mundo legal, encontramos una firma de abogados de reconocido prestigio por ética y trabajos sociales ad honórem. Nos pareció interesantes los casos en que se habían involucrado, responsabilidades que tenían que ver más con una disposición de compromiso social con la comunidad que la búsqueda de una recompensa económica. Hizo una cita con la nueva firma, nos vestimos para el contacto personal y definir las acciones. Desde el primer encuentro me dio una sensación de alivio (la intuición, si uno está alerta, es capaz de reconocer una cueva de ladrones o un ámbito de gente decente). Expuse la situación, planteé mis inquietudes, la manera en que quería darle solución al ‘problema’, y ellos aceptaron y sugirieron un par de acciones inteligentes para amoldar el testamento a mis requerimientos y me di cuenta de que no estaba equivocado: había encontrado a la gente idónea.
Firmé los papeles necesarios, convencido de que los únicos que lamentarán su fracasado plan de coerción sería la firma de lobos que quiso desangrarme a dentelladas ambiciosas, con natural ánimo de destrucción, si ello permite construir un nuevo edificio para seguir depredando incautos. “El más sufrido será el presidente de esa firma”, me recordó Juliette –mi fantástica amiga francesa, la más linda de todas las prostitutas que llegaron al club inglés con rostros y siluetas dignas de bailarinas del Mouling Rouge–, entre el gozo y el juego, porque luego de contarme su anhelos como cheff, pensé en una manera de ayudarla antes de que terminara la fiestita de bienvenida. Enterados los asistentes y asociados al bufete de que una me gustaba más que las otras, Juliette siguió mis instrucciones y le cobró veinte mil dólares por adelantado. Ya tenía la cuota inicial para su restaurante y yo, en su acogedor restaurante parisino, una mesa destinada solo para mí, prometió.
Estas circunstancias no me dejaron más alternativa que asumir la responsabilidad escrita para mí por los inimaginables misterios que se desprenden del Universo. Ustedes podrían entender esta situación inusual (caudaloso y repentino dinero, propiedades en distintos lugares del mundo, autos deportivos, dos aviones para uso particular, un yate, un castillo, caballos, reses, conejos, amantes, empleados pagados por una ínfima parte de los intereses de un fidecomiso, un título de conde, etc.), como la tremenda suerte de ganarse la lotería, pero en el testamento existen ciertas cláusulas y algunas de ellas me prohíben desbarrancar el dinero en frivolidades o excesos de placer (mujeres, licor, juego, adquisiciones excéntricas, etc.).
Por supuesto que logro evadir esa cláusula que me parece escalofriante de solo imaginar esclavizarme a ella: si ya no puedo seguir el prodigioso camino de un asceta, por qué no aceitar el prodigioso camino de un conde hasta la cúspide de la meseta. No sé qué pensarán ustedes, pero yo tengo una teoría: me parece que el conde Alex Hannd Samurb era un tío un poco reprimido y, por alguna razón enfermiza, ha querido dejarle a uno de sus sobrinos las limitaciones morales que tuvo él en vida, pero que, de alguna manera turbia, desea que yo encuentre las formas idóneas de saltar los obstáculos y concederle la alegría de no sucumbir como él a los parámetros de abstinencia a los placeres. Aunque también es posible que mi tío fuera muy astuto e ideó su peculiar testamento para medir mis decisiones desde un inicio. Como sea, el resultado le fue favorable, y jamás me enteraré si tenía un plan ‘B’, caso fallarle su sobrino predilecto.
Me siento satisfecho y dosifico mis placeres. Pero el gozo no solo es de la carne sino del espíritu, y ayudo a muchísima gente, de manera anónima, por razones de seguridad y porque no quisiera poner a prueba el real valor de la amistad, condicionada ahora por el dinero. En agradecimiento, me puse el nombre de mi tío, con algunas variantes en su morfología y que, de alguna manera, me acerca más a la leyenda familiar, a un relato que se pierde en el tiempo en que escuchaba a mi abuelo asegurar –entre copas de pisco y mágicos relatos domingueros– que en nuestros genes fluye la sangre de un tataratataratatarabuelo y extraordinario escritor francés. Nunca me reveló quién era, quizá porque no era su escritor preferido y sí el de la abuela, que me aclaró el misterio: “Todas las mujeres de esta familia han estado enamoradas de él. ¿Por qué crees que tienes tantas tías y primas Constansa?” Me cayó como un rayo. “¡Alejandro Dumas!”, levanté la voz y tuve que salir de casa cuando el abuelo empezaba a sacarse la correa para usarla como fuete, armado de ofuscación y sin la dignidad ofrecida por el noble acero del florete, uno de los principales elementos del fabulador de tantas obras entretenidas e interesantes, como ‘Los tres mosqueteros’ y ‘El conde de Montecristo’.
Ahora todo conjuga en la influencia cósmica, y es parte de mi historia y de cómo me convertí en un condenado a conde y en millonario errante. Por eso, mañana tengo que volver a viajar, andaré por tres o cuatro continentes (el itinerario suele tener modificaciones abruptas y tengo que fluir de acuerdo a las necesidades), lo que me recuerda que ya no tengo tanto tiempo como antes, ni siquiera para escribir. Pero esta pesadilla de responsabilidades no destruirá mis anhelos de ex plebeyo ni de aristocrático conde mientras ambos sigan abocados en transformarla en un bello cuento de hadas con inmejorable fin para todos los que sean parte de la historia. En el ínterin, prometo estar en contacto con ustedes y al tanto de la situación de Perú, mi país natal, desde cualquier parte del mundo, y espero volver pronto, pues añoro a mi patria aun antes de partir.
Antes de arreglar maletas para ir a tomar posesión de mi castillo y asumir ciertas responsabilidades, una última sugerencia: cuídense de rufianes y de dejarse embargar por pensamientos destructivos, y, sobre todo, recuerden que solo unidos en sentido común y sensibilidad hacia sus semejantes podrán construir una sociedad civilizada, una que merece la mayoría de ustedes.
Alejando Brumas, el conde de Montelisto
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