miércoles, 9 de diciembre de 2009

La fusta continúa, muchachas de oro.

Mi asistente se sorprendió cuando, viendo un juego de voleibol de la liga europea, hice un entusiasta comentario sobre el gran nivel de mujeres voleibolistas que tiene Perú, porque desconocía que ‘siquiera se practicara en nuestro país’ donde, ella tenía entendido, sólo jugaban al fútbol. No distaba de ser cierto si el 99% de los programas radiales, televisivos, prensa escrita, sobre información deportiva está destinada al balompié. Pero uno siempre debe estar preparado a revertir las tendencias pocos saludables y encontrar alternativas, así que le di indicaciones para concentrar su capacidad en el buscador de Google y colocar Youtube, Olimpiadas Seul 88, zurda Cecilia, diestro Mambo, ambidiestrísimas doce maravillas del mundo, ¡gloria, gloria, gloria en el podio!

Ella esperó a que me calme, baje los brazos y me cierre la bata antes de resfriarme o enfriar más al artillero, bastante intimidado por los escasos grados centígrados de esta ciudad, y, sin ánimo de burla, preguntó: “¿Ganaron la medalla de oro?”. Pregunta tan impertinente. Oooorooooo, quise gritar, porque vi oro, sentí oro, arañé oro, olí negras y trigueñas de oro. Pero demasiada información en Google o integridad de mi parte para torcer la verdad, y tuve que confesárselo: “Plata. Medalla de plata”. Ella, que es una asistente muy eficaz, no preguntó más ni intentó aliviar la atmósfera anímica soltando algún comentario inteligente, respetó mi silencio y me dejó abrumado con mis recuerdos, abrió su laptop y navegó por la red hasta concretar mi requerimiento.
Me dijo que, además de esa medalla de plata dorada, había conseguido diversos partidos, y decidimos tomar el resto del día libre, para que ella pudiera disfrutarlos y yo, volverlos a experimentar o quizá ver alguno que pasó furtivo por la escasa promoción de los medios. Había tantos y como no poníamos de acuerdo nuestros intereses ni yo tenía intenciones de ejercer el poder de ser conde y su jefe, pusimos a Miss Suerte de organizador del evento. Piedra, tijera y papel en los momentos precisos, y luego varias reinas arrogantes donde ningún infalible as de espadas apareció, le concedieron el triunfo.

Empezamos con un partido que jugó la selección de mayores en octubre y que yo no quería volver a ver pero ella insistió porque tengo que respetar las reglas del juego y Brasil es ‘una ciudad’ que desea conocer aunque yo le insista que un coliseo es igual en cualquier parte del mundo. “¿Has ido al África?”, inquirió. La miré con un aire incierto y le pedí que programe un viaje de inmediato, o para qué carajo soy conde y millonario. Mientras avanzaba el partido, pudimos disfrutar, sufrir, emocionarnos, argüir, tornarnos en infatigables líberos, ingeniosas levantadoras, implacables matadoras, imbatibles defensas, suplentes desesperadas, virtuosos entrenadores, comprometidos virtuales espectadores. Al terminar el encuentro, estábamos agotados, y mientras ella fue a prepararnos más bocaditos con ánimo de reponer energías y prepararnos para el siguiente encuentro, me puse a reflexionar sobre aquel partido jugado en octubre y que he vuelto a ver sólo porque mi asistente es imbatible en yan quen po y las cartas que extrajo de su cartera creo que están marcadas.

Es una pena que las chicas del voley, en el partido que Perú perdió frente a Argentina en Porto Alegre, no pudieran entender y solucionar el problema que aconteció en su estado anímico, perturbándolas al punto de anular un alto porcentaje de sus conocidas capacidades y flaquear desde el desenlace del segundo set hasta la derrota final del cuarto; pero también fue lamentable verlas agonizar lentamente, ahogándose en incertidumbre y desconcierto, sin tener la ayuda idónea para resolver una situación adversa, retomar control y sacar adelante un partido que debieron ganar.

Siempre he seguido a las muchachas del voleibol, pero no soy un experto en el deporte y la única percepción que tengo es aquella a la que tiene acceso la mayoría: en lo que lee, escucha en la radio, o a través de las imágenes de la televisión. Ese fatídico sábado hubo rostros preocupados, actitudes disonantes, gritos que distorsionan la razón, miradas extraviadas, etcétera de lo que parecía una película de Boris Karlov, aunque abundaran comentarios triviales, incrementándose justo cuando ‘algo serio esta pasando en el juego’, y que sorprende si la intervención viene liderada por un profesional versado e inteligente como el señor Philip Butter, un peruano valioso. Aunque mi asistente me comentó que es muy posible que, por no ser flemático ni medido en sus comentarios y ostentar un apellido anglo, el señor Butter sea un probable lord británico en desgracia. De aquí o allá, las personalidades estaban alteradas. ¿Nervios acumulados? Probablemente: el contagio irradiado desde la cancha fue global.

Pero ahora todos deben estar tranquilos y podrían observar ese partido con espíritu constructivo, y quizá estén de acuerdo con una muy personal observación: si apreciamos un primer set en el que las muchachas muestran capacidades sólidas, creativas, fluidas, concentradas, intuitivas, alegres en el juego, tiene que haber un problema grave o absurdo pero capaz de causar un desmoronamiento integral –anímico, físico, espiritual– de sentirse impedidas de jugar como las buenas jugadoras que son (sin quitarle mérito a la selección Argentina, que elevó de manera acertada y con pundonor su nivel inicial) y convertirse en un grupo de chicas asustadizas, descontroladas, erráticas: al borde de un masivo ataque de nervios, esperando que algo o alguien tome control de la situación.

Es de suponer que los conocimientos del señor Kim en voleibol son muchos, e imagino que debe tener un currículo magnífico de entrenador si es contratado, sin entender nuestro idioma, para dirigir la selección nacional de voleibol femenino de Perú y tener la responsabilidad de mantener o elevar el merecido prestigio obtenido, y si en los entrenamientos, el señor Kim tiene más tiempo para hacerse entender por las muchachas (asumiendo que siempre cuenta con un intérprete idóneo) y dilatar el momento hasta que ‘realmente’ ellas comprendan, suena razonable su inclusión para conducir a las muchachas, por sugerencia del señor Man Bo Park, el mejor y más laureado entrenador que el voleibol femenino ha tenido, pero que bien sabe los contratiempos que acarrea la limitación del lenguaje y que, algún día, vuelva a ser un elemento crucial que marque la diferencia de ganar una medalla de plata en lugar de una de oro.

Por eso es incomprensible que el sábado 3 de octubre, en el sudamericano realizado en Porto Alegre, no hubiera intérprete, y aunque las chicas no necesitaban un orador griego, sí precisaban de alguien que entienda el problema, lo desglose y resuelva –de manera rápida, clara, con criterio e indicaciones muy precisas– quién, dónde, cómo, cuándo, ¡y hacerlo!, para, por lo menos, desde que se solicita ‘tiempo’, captar la atención de las muchachas y entiendan las pautas de lo que el entrenador está diciendo y puedan, para bien o mal, retornar al campo y aplicar lo indicado, pero con la seguridad de que todas tienen una idea de la dirección a seguir, las alternativas, las modificaciones, sin ambigüedades, y luchar por concretarlas, alcanzando la victoria o perder luchando dignamente.

A buen entendedor, pocas palabras… y algunas señas, viejo dicho aumentado que podría servirle a algunas de las más experimentadas pero no a todas y menos a las juveniles, y si el entrenador no es una persona que domina el idioma ni cuenta con un impecable intérprete desde que empieza su trabajo del día hasta que culmina, que esté a su costado durante todos los momentos que tenga contacto con las muchachas, sea en entrenamientos o torneos, creo que su alcance profesional queda muy limitado.

Ahora, el entrenador también necesita contar con una personalidad capaz de tranquilizar a las jugadoras, reagruparlas sicológicamente, convencerlas de que nadie las va a linchar ni a quitarles el pasaporte para que no regresen a su tierra peruana o perseguirlas para que escapen de ella, que las vamos a querer en las buenas y en las malas, que las chicas argentinas son solo otro equipo de voleibol y no el ‘cuco’ que les va a jalar los pies mientras duermen, que tienen que inhalar profundo, relajarse, recordar quienes son, reírse de los nervios, concentrarse, divertirse y jugar con determinación, no solo para no tener pesadillas y alimentar los futuros buenos recuerdos a compartir con todos nosotros, sino que merecen un mejor sitial.

El asunto es que no parece que las condiciones reunidas alrededor de ellas sean ideales para lograr ese anhelo. Puedo estar equivocado, pero la sensación que tuve viendo ese juego es que, en un partido de esa magnitud, cuando los tiempos son muy limitados y los nervios abultados, y no todas tienen el aguerrido temperamento de Leyla Chihuán o la combativa determinación de Natalia Málaga, no tener control del idioma ni recurso alternativo idóneo impide aprovechar el poco tiempo que concede un partido para ‘comunicarse’ con las jugadoras.

Yo no tengo nada contra el señor Kim; me cae simpático y le deseo lo mejor en su función de técnico y en lo que respecta a su vida personal, y el día que me decida a organizar un torneo de voleibol en el castillo, él estará en la lista de invitados. Pero así como las chicas entrenan duro, la Federación de voleibol de Perú debería otorgarle al señor Kim el tiempo y las facilidades necesarias para que pueda poner de su parte y esforzarse mucho más por aprender el castellano y usarlo con propiedad, para beneficio de todos y no correr riesgo alguno de que nunca lo aprenda, o que sí pero con matices peligrosos, alterado como el de su asistente de lujo, Natalia Málaga; aunque me acabo de enterar por la mía de que ella ya está entrenando a la selección juvenil y ‘el riesgo’ se minimiza para las mayores y se incrementa para las juveniles, ¡ja! Pero no se me malinterprete: la señora Natalia Málaga merece toda nuestra admiración, respeto y aprecio por ser una deportista de calidad inobjetable y por el encomiable aporte que brindó como excelsa jugadora a la mejor selección de voleibol del Perú, en sus épocas de gloria, y en los años que continúa dándole sin flaquear en su compromiso.

Por eso es lamentable que, contando con muchísima experiencia y calidad humana, a Natalia le gane el temperamento neurótico y suela ofuscarse hasta limitar su capacidad de comunicación con sus compañeras, prevaleciendo el insulto –inadecuado, y muchas veces desproporcionado– por sobre el sentido común ante una crisis: porque varios improperios desatinados –cuando se necesita de toda su experiencia, su ecuanimidad, su discernimiento, su mejor disposición, su sentido del orden, su visión de victoria– solo descontrolan más su temperamental frustración y, tengo la sensación, paralizan cualquier acción constructiva en el juego. Es más, creo que las chicas del voleibol con una dupla así, en medio de una tormenta de confusas emociones, se inquietan y aturden más que pollitas en fiesta de gatas, y lo demostraron con las 'mininas argentinas'; y lo que pueda ocurrir con las juveniles, un gran equipo con potencial para un laureado futuro, debiera preocupar.

La verdad, me dio mucha pena ver a las mayores en esa situación dramática, que en los momentos críticos parecían no entender qué sucedía y nadie fue capaz de tirarles un salvavidas, una brújula, unos remos para cruzar airosas el ‘vendaval Argentina’ o salir del ‘remolino Perú’. Pero, aunque las quiero bastante desde muy pequeño –cariño ahondado en una época en que me involucré en una producción de TV, ‘Morenas Matadoras’, y me permitió el privilegio, además de pininos histriónicos, de observarlas trabajar y estar muy cerca de ellas, conocerlas, admirar su disciplina y constante tesón, su sincero amor por el juego, su tremendo coraje para no desmayar hasta alcanzar el subcampeonato mundial de voleibol, Lima 82, en el que pude participar, todos lo días y hasta la afonía, como orgulloso espectador en el coliseo Amauta; y emocionarme igualmente cuando recibieron la medalla de plata con peso de oro en las Olimpiadas de Seúl 88, capitaneadas por la inigualable Cecilia Tait y su contundente zurda–, tengo que decirles, muchachas, que en ese sudamericano de Porto Alegre, enfrentando a las argentinas, ustedes tampoco fueron capaces de ahondar en la conciencia, entender el problema, revertirlo y trasmitir esa verdad a sus otras compañeras.

Perdieron, millones deben haberlo lamentado, sobre todo verlas naufragar en una tormenta de incertidumbre e ineficiencia, y pienso que debió sumergirlas en intensa desilusión, más que a nosotros; pero sólo ustedes saben, en la reflexión individual y colectiva, las razones de su desánimo y dramático declive: porque un equipo que juega muy bien el primer set y mal los tres siguientes, tiene serios inconvenientes que, lamentablemente, son irresolubles cuando la persona para entender las dificultades y resolverlas con indicaciones precisas –sea la modificación del esquema, la nueva estrategia, la actitud en el campo, etc.–, está más nervioso que ellas porque se le acabaron las señas de manos y no tiene el mejor intérprete para expandir con libertad las ideas, ni cuenta con el temperamento adecuado para crear un ambiente de calma versus ansiedad y temores que produce la desconcentración de un nivel –individual y colectivo– de juego que fue decayendo hasta desaparecerlas de la cancha.

Mi asistente me acaba de decir que no es tan dramático, y que por eso vamos a ir al África. “El sufrimiento por hambre y enfermedades sin paliativos son reales tragedias”. Es verdad, y ya la llevaré por Perú, para que aprenda que el dolor está por doquier. Por eso, tranquilas, el voleibol es un lindo deporte y nada más que eso, y aunque para algunos sea muchísimo más trascendental que un simple juego de pelota, nadie va a ser tan masoquista ni tonto –si está en sus cabales, claro– de suicidarse viendo la repetición constante del partido contra Argentina, mucho menos por perder una confrontación en cualquier otro deporte, tan absurdo como ese en el que un equipo puede terminar en ambiguo empate, sin ganador en la contienda, sin la emoción del triunfo, en lugar de que la FIFA use la alternativa de los mundiales, recorte a ochenta minutos el juego y que los equipos utilicen esos diez restantes para una seguidilla de tiros al arco hasta que uno se erija vencedor. ¿Acaso no es más emocionante que noventa minutos cero a cero?

Disculpen, muchachas, por haberme desviado del tema, pero ya lo retomo para recordarles que, si no se cuenta con una claridad personal o la lucidez de un comandante acorde para capear la tempestad, lo único que les queda es recordar el esfuerzo y sacrificio que les ha tomado para ser honradas con ser parte de la selección de su país y entregarse al juego con todo el coraje de la rica diversidad de su raza, de la esencia de su Historia, de su cultura, del amor y dignidad que le tengan a la camiseta bicolor que lucen y luchar aguerridamente, respaldadas por nuestro corazones. Por eso hoy he decidido volver a verlas, emocionarme y analizar algunos partidos con mi asistente, y estoy escribiéndoles esta carta porque creo que no merecen una medalla sudamericana de cobre sino muchas de oro, en todo podio.

Medalla de oro, sí, pueden lograrlo –mayores, juveniles, menores–, no se amilanen, sigan poniendo todo de su parte, muchachas, esfuércense para elevar, día a día, su nivel técnico y confianza en sí mismas y la seguridad de que no están solas, que cuentan –ojalá– con el indispensable compromiso de familia y amigos, de sus seguidores, empresas privadas, instituciones, periodistas, medios de comunicación, el Estado, de todos aquellos que puedan aportar algo tangible, fructífero, diversos valores recíprocos al que las chicas del voleibol nos han brindado en el deporte que más satisfacciones nos ha dado y así alcanzar el sitial más alto en el mundo, aquella gran satisfacción para una sociedad subdesarrollada como la nuestra, una que siempre necesita grandes modelos de inspiración: las chicas del voleibol siempre lo han sido, y no debemos olvidarlo ni perder las esperanzas.

Entonces mi asistente dio un respingo frente a la pantalla de su laptop, entusiasmada, diciendo que ‘mis chicas del volleyball iban a jugar entre ellas’. Dejé de escribir, degusté los bocaditos que había preparado, un poco de vino, y esperé a que ella terminara la conexión apropiada de televisión por Internet y comenzó una confrontación entre las muchachas juveniles y las menores, jugando en un entusiasta coliseo del Callao, domingo 8 de diciembre.

Las juveniles ganaban ampliamente, pero era un partido entretenido, con esporádicas jugadas cargadas de gracia, talento y técnica; por eso me desconcertó un momento en que todas se quedaron entumecidas y la pelota dibujó una parábola en el espacio, en cámara lenta, y cayó solitaria en medio de la perplejidad de jugadoras, público asistente, e imagino el televidente. Lo inesperado fue la ira de la flamante entrenadora, que no encontró mejor intervención que gritarles a todas las jugadoras y ningunear a Vivian Baella, usando un inflexible tono fascista: “¡Tú no eres nada en el voley! ¡Tú no eres nada! ¡Nada!”. El silencio incómodo que dejó en el ambiente fue cortado por mi asistente, aduciendo que debe ser una de las razones por que muchos piensan que en nuestro país aún usan plumas sobre la cabeza: “Algunos tienen actitudes tan salvajes”.

Yo, aunque estaba disconforme con el atropello perpetuado hacia la joven y gran deportista, traté de explicarle que esa entrenadora fue una extraordinaria jugadora de voleibol, con una técnica depurada y un espíritu batallador en la contienda, que sigue jugando muy bien y ahora entrena a la mejor selección juvenil de los últimos años y que debería ser una persona feliz por tanto pero que no sé cuál es la razón de haber desarrollado un carácter neurótico, una histeria explosiva que distorsiona en lugar de entonar a quienes ella cree que la escuchan, sin darse cuenta de que las aturde. “Esa señora necesita ayuda psicológica o algo que calme sus nervios. Sería mucho más productiva y menos infeliz”. Estoy de acuerdo con mi asistente: Natalia Malaga necesita ayuda profesional, que alguien o algo la rescate de esa sensación miserable que la ahoga.

Espero que resuelva ese problema de irascibilidad, para su bienestar y el de sus pupilas. Pero aunque esté enferma o esté pasando por algún stress emocional que desconozco: ¿hay alguna razón válida para ningunear, humillar, ofender, a una persona? No. Menos si Natalia sabe que la están escuchando miles o millones de personas. ¿Está en desacuerdo con la actitud o nivel técnico de alguna? Muy bien: que lo resuelva en los entrenamientos, que busque el entendimiento en la privacidad de la relación entrenadora-pupila, pero que domine los exabruptos que le causa ciertas ineficiencias de las chicas en los partidos y pueda dar indicaciones puntuales. Ella verá qué debe hacer para convertirse en mejor entrenadora, en una persona menos iracunda, en alguien que sepa respetar a los demás, aunque considere que nadie está ‘a su altura deportiva’ y es suficiente razón para el maltrato y menosprecio.

Pero es un error, Natalia: nadie tiene ese derecho, ni menos debemos fomentarlo, y creo que deberías aprender a manejar tu temperamento, para intensificar tus cualidades de entrenadora y no el maltrato a chiquillas que, parece que nadie te lo dijo, obtuvieron el dignísimo sexto puesto en el último campeonato mundial de menores, capitaneadas por Vivian Baella, una joven tenaz y talentosa que, desde que empezó a jugar en su añorada Rioja, se ha esforzado para alcanzar el sitial donde se encuentra y es una inspiración para la juventud, además de una satisfacción para los que disfrutamos de un voleibol femenino de calidad. Y si eso es ser ‘nada’, querida Natalia, ¿entonces qué es ser ‘alguien respetable’ para ti? Entiendo que no olvides que fuiste una de esas doce maravillas del voleibol que consiguieron la medalla de plata en Seúl 88, pero no sometas a tus pupilas al infierno de la frustración para resarcirte de esa derrota que nos robó a todos la gloria; más bien, quiérelas con ternura, protégelas con fiereza, dales lo mejor de ti, enséñales a no flaquear, y recuérdales que ellas también tienen genes de aguerridas peruanas, condiciones deportivas envidiables y la entereza requerida para seguir creciendo observadas por millones que están con ellas y contigo, Natalia, porque… la fusta continúa, muchachas de oro.

El conde de Montelisto

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