miércoles, 23 de diciembre de 2009

¡Feliz Libertad en esta Navidad!

Ahora, gracias a la maravillosa inventiva de la especie humana, puedo tener una reunión de directorio, en medio de releer “Los miserables” de Víctor Hugo y sentir que escapo como Jean Valjean, deglutiendo las miasmas del destino adverso, pero de manera virtual y sin necesidad de embarrarme con despojos de supervivencia o aquella desligada de humanidad ocasionada por la acumulación de poder e indolencia, mientras atravieso las cloacas de París u otra enigmática ciudad europea, cada vez que alguien considere la imperiosa necesidad de una reunión corporativa de emergencia.

¡Ah miserables encantadores de serpientes!, tan hábiles para el fraude y la mentira, resulta patético observarlos tan incautos de creer tener absoluto control de la situación, de que su juego impúdico nunca será descubierto, al menos mientras la lucecita roja del control maestro esté apagada y crean que el conde de Montelisto no podrá husmearlos ni capturarlos como si fuera ‘El llanero solitario’ cabalgando por las llanuras plagadas de maleantes y peligros, porque solo anhela cruzar el territorio agreste observando el amplio horizonte, saciando la sed en un riachuelo oportuno, y sin sufrir contratiempos.

Pero sí puedo, badulaques anélidos acuáticos, y no solo observar sino exterminar insaciables sanguijuelas corporativas como ustedes luego de estudiar los diversos análisis de sus actos depredadores de confianza, porque no saben que el conde es listo desde antes de salir del llano para trepar al monte y controla el interruptor maestro, ni que ustedes, bribones de cuello y corbata, brindan el espectáculo previo al que asisten ni el triste papel que encarnan frente a mis ojos. ¡Allí están esos miserables afortunados del éxito extirpado a otros, carroñeros de los vicios de la humanidad, hienas insaciables alimentándose del fracaso de aquellos a quienes estos repugnantes master en economía, leyes y degradación han ayudado a consolidar! ¡Ja!, si supieran que, además de la única cámara fija que ven frontal e inofensiva sobre sus cabezas, hay veinte más instaladas circulando secretamente, detrás de los anillos de vidrio oscuro que rodean la habitación, para escudriñar todos los rostros de los que asisten y yo pueda analizar, en diversas pantallas, sin tener que mover ojos suspicaces de un lado para otro detectando cabrones y farsantes, temblores nerviosos o miraditas de complicidad, mientras el audio percibe y amplifica todo susurro o textura tonal sospechosa, misteriosa o, ¡por las pecas de Julliette y la pluma de Víctor Hugo!, digna de la más absoluta desconfianza.

Esta quinta taza de café está deliciosa y la tostadita con mantequilla, insuperable. Menos mal que haberme convertido en conde y millonario no me ha alejado de mis sencillos placeres de levantarme y gozar el amanecer. Es que uno tiene que aprender a distraer tensiones cuando se vive en una ciudad invadida por contratiempos abocados en intensificarnos stress, o si se va de un lado a otro –mi caso hasta aquellos días anteriores al programa virtual integrado con ciencia y tecnología que rescató mi libertad– sin respiro y perseguido por una horda de ejecutivos sin un solo balón de oxígeno y sí muchos tapones contaminantes, como sugerir qué y cuándo vender o comprar acciones en Wall Street y ganar en cada una de las transacciones, sin amilanarse de que una u otra de esas ejecuciones sea esquizofrenia pura, si consideramos que las empresas involucradas en cualquiera de las alternativas le pertenecen a uno aunque alguna de esas mentes brillantes salidas de Yale, Cambridge, la Sorbona francesa, o del mero empirismo de la ambición monetaria, me quiera convencer de que está bien y es muy rentable aunque el ‘otro’ sea también ‘uno’. ¡Y cómo quieren que el mundo financiero no ande en puntillas, al borde del abismo de la bancarrota, con esos conceptos modernos del capital! Pero ese es uno de los aspectos extraños del bizarro mundo neoliberal de la economía y que yo no hago esfuerzo por entender porque puede gustarme y alejarme peligrosamente de lo que siempre fueron mis anhelos en cuanto a la manera de vivir.

Envuelto en naturaleza y lejos del caos urbano es el estado natural de eso que considero la perfección atmosférica-ambiental para el equilibrio del ánimo y la razón. Y aunque siempre preferí la tranquilidad del campo al hacinamiento de las ciudades, esta situación específica se ha tornado distinta gracias a que –¡ah maravillosos adelantos del siglo XXI!– mi asistente, modernísima y conocedora de personales ansiedades corporativas, me ayudó a resolver la carencia de tiempo y espacio con un programa que consiguió y es capaz de, además de permitirme esta personal novedad de voyeurismo, analiza las intervenciones de cada uno, identifica, clasifica, califica, emite señales de warning y, finalmente, coloca sobre sus cabezas la dimensión de cachitos acorde al potencial de diabluras corporativas o personales: una especie de ‘pentotal cibernético de la sinceridad o falsa personalidad humana’. Es muy gracioso, y bastante eficaz; me ayuda a ubicar a las fieras de la economía en su justa medida.

Es verdad que la percepción es aún la más adecuada facultad en analizar el comportamiento humano y las formas en que interactúa con el resto de su especie, pero con un directorio de treinta individuos con más experiencia en el saqueo que Joe Dillinger o el genio del ardid financiero de Bernard Madoff, no debo restringirme por prejuicios en el uso de tecnología cibernética u método alternativo para paliar posibles eventualidades y/o estragos que lamentar… ¡Epa! Tranquilo, disminuya la adrenalina, siga leyendo y no levante el teléfono para ordenar su adquisición. No podrá ser aunque usted tenga más dinero (lo dudo) y dificultades que yo (lo dudo más). El programa no se comercializa en el mercado ortodoxo ni en el pirata, ni en ningún otro que exista y yo puedo desconocer, porque fue desarrollado basado en especificaciones y características precisas que requerí para tranquilizar mi aprensión y ganarle tiempo a los días, y no por una fastuosa corporación electro-cibernética sino por un gurú de la informática que mi asistente encontró: un universitario obsesionado por sistemas, programación, toda innovación iconoclasta en conmutadores y, de seguro, por ella.

A Mike le pareció interesante la prueba, apetecible los honorarios y, sobre todo, prometedor quedarse en una habitación del castillo hasta culminar el trabajo, aunque no colindara con la de mi asistente. Estuvo llano a ponerse a trabajar de inmediato y sin parar hasta desarrollarlo; antes tuvo que firmar un preacuerdo restringiéndolo de compartir información y, mucho menos, de algún derecho de patente o comercialización, sustentándole que yo sería el único que podría usarlo o no serviría de nada, caso llegara a manos de extraños. Juró que sería una tumba y yo, sin juramentos pero con un tono de voz tenebroso y la mirada más intimidante que encontré en el salón de las máscaras dramáticas del oscuro sistema capitalista, le dejé saber que mandaría cavarle una profunda y solitaria si faltaba a cualquiera de sus promesas o salía de su habitación con ánimo de seducir a alguna de mis empleadas o concretar fantasías sexuales con mi asistente.

El chico es un genio verdadero y el programa que desarrolló, un éxito. Me concede más libertad y potencia el grado de observación y análisis sobre personajes que pululan en las mesas de diferentes directorios; además me agrada lo práctico de la ejecución de todas sus funciones. El programa se ha convertido en cómplice indispensable para no sacrificar el deleite que me otorga envolverme en procesos creativos. 



Hoy, por ejemplo, escribí desde la madrugada, como solía hacerlo, y no me detuve para bañarme y vestirme apropiadamente a la necesidad convencional de encerrarte con gente que desconoces y quiere esquilmarte o apuñalarte con una sonrisa, sino para saborear un excelente café (el de hoy, penetrante aroma de granos del valle de Chanchamayo), comer unas tostaditas untadas con mermelada de níspero y mantequilla francesa o peruana (mis preferidas son las que he saboreado en un caserío de Cajamarca, por manos hacendosas de doña Hildaura e hijas; o la del cafetín cerca de la catedral de Notre Dame, que tiene una amplia variedad de distintos puntos de Francia pero que me permite saborearla con un fetichismo cargado de erotismo mientras admiro le Tour de Beurre [‘torre de mantequilla’]; y las que se elaboran en Majes y/o en el valle de Vítor, las únicas capaces de crearme satisfechos rollitos de admiración y nada de vergüenza), relajarme en un extraordinario sofá cuya estructura de acero revestida con plumas de ganso y cubierta de fino cuero se amolda a mis necesidades. ¡Ah mágica manera de vivir! Y todo este inmenso placer mientras apreciaba la mañana explosionando por la ventana de mi amplia habitación y esperaba tranquilo la hora de la reunión.

La vida es maravillosa si encuentras la (s) fórmula (s) que allane (n) ciertos grumos del camino antes de sucumbir a los reales avatares cotidianos o a los que crees que existen pero solo han sido creados por la mente con la misión de impedirte avanzar y aún no te has tomado el tiempo necesario de detectarlos y reflexionar sobre ellos para desaparecerlos de tu sistema. Yo ya estaba al borde del soponcio, pero sin desistir, más bien pensando en muchas alternativas para capear al toro ‘directorio-decisiones’, caso no se pudiera desarrollar el programa integrado a los recursos que venían acondicionándose en el nuevo salón corporativo, cuando Mike tocó la puerta de mi habitación y, con ojos saltones que parecían apoderados de una intensa convulsión interna o por la exaltación del miedo de una cabra a punto de ser destripada para una pachamanca, me dijo: “Soy un genio”. Es muy probable, por eso he pensado ayudarlo para que pueda terminar su carrera y le he dejado saber que siempre podrá contar conmigo mientras el programa funcione y no se ponga a trabajar para el enemigo. Él me miró con una indignación mayúscula y afirmó que nunca haría algo tan despreciable. “La ambición convierte en traidores a las personas más decentes, Mike. Y tú, puedo asegurarte, recién estás en proceso de convertirte en una de ellas”. Mike entendió que no era un asunto personal, cedió la indignación a la curiosidad del creador, y me preguntó si ya podía conocer el resto del castillo.

Encomendé a Mr. Blufy, el leal mayordomo obsesionado por mi bodega de vinos y coñac, que lo llevara; pero les advertí de que no entablaran conversación alguna con nadie particularmente del sexo femenino (me he vuelto muy celoso y posesivo con mi personal, es que no quisiera perder a nadie: son mi nueva familia) ni degustaran más de dos copas de tinto. A Dientes le encargué seguirlos y estar al tanto de que mis órdenes se cumplieran o no cenaría su plato favorito: lomo saltado. No es extraño, es uno de los míos, y las veces que, en la cocina artesanal, he disfrutado elaborarlo, hice más que suficiente para compartir con las cuatro cocineras y mi amigo de Terranova. Es más, Dientes prefiere, como yo, que las papas fritas no estén mezcladas con el lomo trozado, las cebollas ni los tomates, sino que sean colocadas al costado, en plato aparte, sin humedecerlas con el jugo proveniente del aceite, vinagre, sal de soya, sal, ají verde, sangre, dignos sabores de mezclarse solo con un buen arroz graneado. Hoy voy a prepararlo con carne de venado; veremos si destrona a la res como estuvo a punto de lograrlo la pierna de cordero.

Ahora me bañaré cuando termine la reunión, y no antes, pensé con profunda placidez, embriagado de aquella inversión macanuda del orden convencional. Una imagen perfecta impuso su presencia en la habitación. “Señor Brumas, es hora para la reunión de directorio”, me informó mi asistente desde una de las pantallas que la cámara de su celular proyectaba en mi absoluta tranquilidad cósmica. Linda, joven, inteligente, graciosa, leal, aroma primaveral…. No me equivoqué cuando tomé la decisión de elegirla mientras la observaba moverse y trabajar con gracia y efectividad en mi avión particular y, sobre todo, cuando su fina intuición femenina concedió algún comentario de precisión escalofriante, sobre todo en aquel momento en que terminé de leer mi herencia y ya observaba por la ventanilla, por primera vez en mi vida, desde la cima de la montaña y como si fuera un insensato déspota virrey o pequeño político de grandes complejos, la diminuta e insignificante vida del resto del mundo: “Aunque se esfuerce, usted no parece haber nacido para infeliz conde ni tener la insensible capacidad de infringir dolor a sus semejantes”. Ella, ¡ah tesoro extraordinario!, seguía esperando por mi respuesta, paciente y considerada, sin concederle más premuras a mi vida. “Diles que estaré con ellos en unos minutos. Déjalos que se relajen, que hablen sin presiones. Más tarde espulgaremos”. Ella procedió a cumplir con los deseos de su ‘Muy bien, dear boss’, como suele decirme en confianza, y yo me entregué a disfrutar del voyeurismo electrónico y del resultado inicial de los distintos análisis del sofisticado programa.

Muy sofisticado, si consideramos que las cámaras no son los únicos medios que tengo para confrontar las anomalías corporativas y los ejecutivos pasan por un sistema oculto de rayos X que detecta sospechosos de actos delictivos, porque estos –por arrogancia o simple estupidez– suelen llevar consigo determinado (s) objeto (s) que los inculpe de alguna acción deshonesta o perfile tendencias a cometer alguna. Así puedo atrapar algún fanático radical o un simple individuo enfermo por largas noches de insomnio y cúmulo de culpas y que considera que su hora y/o la de algunos asociados ha llegado y transporta consigo alguna arma u bomba casera. Y la verdad, me apenaría muchísimo que muera o quede inválido algún inocente, pero me irrita mucho más pensar que el potencial daño causado por un imbécil a los delicados aparatos y sofisticada tecnología electrónica instalados dentro de la sala de directorio, me regrese algunas semanas a la esclavitud corporativa, mientras se concluye la reparación de los daños.

Las ondas electromagnéticas de los rayos X son muy útiles y capaces de revelar anomalías humanas, aunque algunas de ellas basen su crisis en el buen gusto. Uno tenía varias fotos de mi asistente, de su infancia y adolescencia; imágenes lindas e inocentes pero de potencial peligroso si los sospechosos de actos contrarios a intereses saludables para todos también son sometidos a electrocardiógrafos, tensiómetros y son escaneados por medio de una veloz resonancia magnética (el sistema de física nuclear y sus imanes de radiofrecuencias electrónicas para captar las imágenes biológicas se encuentran instalados alrededor del borde de la mesa de directorio, dentro de las lámparas que cuelgan del techo y en cada asiento [algunos se han quejado de repentinos cosquilleos y veré que sean calibrados antes de levantar esporádicas y sospechosas risas], mientras que los brazos de estos, a su vez, funcionan como electrocardiógrafos y tensiómetros), cuyos resultados respecto al espectro cardiovascular [ECG y presión arterial], cambios o intensificación de específicos colores en sus cerebros y diversos órganos corporales revelan lo que sus rostros, con cierta habilidad histriónica o cinismo pulido por tiempo de mañas, muy bien esconden al ojo humano, como aquella tranquilidad contradictoria que revelaba aquel ejecutivo con una actividad eléctrica en el corazón y pulsaciones comparables a los de una vicuña excitada de su primera aventura amorosa, y, además, con el interno rojo intenso de sus reales emociones escabrosas.

El individuo fue interceptado, internado en un nosocomio, sometido a un tratamiento intenso de drogas, declarado incompetente (no era capaz de construir alguna coherencia fonética durante su evaluación médica ni aunque le aumentaran la descarga eléctrica en los huevos de auquénido) y eximido de cualquier responsabilidad en la corporación. La medida de emergencia de ordenar su inmediata exclusión no fue ningún exceso personal o impulso paranoico, aunque algunos piensen diferente aduciendo que aún se le mantiene incomunicado, recluido de la sociedad, sin razón alguna. ¡Ah ignorancia!, no solo eres síndrome de los que saben poco sino de los que creen que saben mucho y la vanidad los apoca a ampliar conocimiento y limitar erudición. Porque no fue un acto de maldad sino de compasión, un deseo auténtico de lograr su bienestar aunque sea difícil mantener la esperanza de que pronto se restablezca completamente y no deje secuelas que lamentar.

Y no es una exageración, al menos para alguien que haya leído un poco de historia de la humanidad y/o haya vivido o tenido permanente contacto con alguna de esas criptas femeninas de voracidad insaciable, porque sabe que se han suscitado terribles amenazas y fatales hechos concretos por algunas de ellas, y me parece prudente recordarlo y no olvidar, a modo de sustentarlo científica e históricamente, la obsesión de Marco Antonio por Cleopatra y el catastrófico desenlace que causa el aturdimiento por una vagina complaciente, y peor si es una esquiva como la de mi asistente, incluso siendo solo un fetiche, una fantasía, una cruel lejana cercanía. Porque hay que ser justos: todas esas profundas cavernas membranosas de placer son dignas de reverencia y causa de insospechados abruptos de la razón aunque no pertenezca ninguna a la enigmática belleza de una reina egipcia ni mantenga a buen resguardo los mágicos misterios que, imagino, vibran en la de mi asistente.

Estoy contento, no solo por no haber sucumbido a ninguna de ellas más de lo necesario, sino que los datos electromagnéticos, de electrocardiogramas y presión arterial, alimentados con los captados por el registro de las cámaras y el sistema de audio, conceden puntuales resultados y pronto podré viajar con la tranquilidad necesaria para disfrutar las aventuras a las que estoy destinado e intensificar mi misión altruista, en el terreno de las necesidades humanas y no ‘el inventado’ por alguna ONG para obtener mi apoyo económico y pagar excesos de sus ejecutivos carentes de sensibilidad hacia el prójimo pero ávidos de ampliar comodidades personales, y sin distraerme por tener que cuidarme de asociados que puedan esquilmarme o intenten alterar el equilibrio laboral-productivo cuando yo no esté de cuerpo presente. Recién entiendo la extravagante razón de Hugg Heffner de pasearse todo el día en pijamas: no solo es una desprejuiciada invitación a sus conejitas preferidas a tirar a toda hora, sino la capacidad de llevar su negocio sin esclavizarse al enmarañamiento corporativo y resolver problemas sin que ningún asociado se lo tire a él con más fervor que la playmate del mes.

Por ahora estoy a la espera de los resultados que obtenga Mike en el último proyecto en que viene trabajando y para lo que ha tenido que capturar miles de olores en cápsulas, a fin de, estando dentro de un hermético casco conectado de manera inalámbrica a un ordenador, introducirlas en un pequeño receptáculo que llega directo a su nariz, presionar un interruptor que las estalla bajo sus fosas nasales, aspirarlas (no tiene alternativa si quiere tener algo de oxígeno porque el casco, al comenzar la operación científica, se cierra durante cinco minutos) y darles a cada una identificación sugerida, adherida a especies vivientes y muertas del planeta; también un código binario (necesario para las variantes del programa sin tener que padecer el suplicio de inhalar ciertos ingratos olores nuevamente) y una calificación que va desde ‘aroma agradable de flores de prado’ hasta ‘miasma repugnante de cloacas parisinas’.


No es que yo conozca las entrañas de París más allá de haberme sumergido en ellas por la extraordinaria pluma de Víctor Hugo, ni que se lo haya pedido a Mike ni que él sea un obsesionando perfeccionista y cree que el programa puede ser mejorado con una nueva inclusión para la precisión de datos recolectados, pero desde que mi asistente dijo que “un sinvergüenza huele a zorrino aunque use perfume francés y camine como digno galgo”, refiriéndose a un popular político francés, el chico viene trabajando (asesorado por varios chef, especialistas en esencias de fragancias, catadores de vinos, industriales que elaboran jabones y champúes, fabricantes de inciensos, operarios basureros, enfermeros al cargo de desahuciados en hospitales estatales, dueños de funerarias, etc.) en un sensor aromático sobre los delicados aromas y hedores nauseabundos que despide el cuerpo humano.

Pronto comienzo la reunión que debo terminar rápido para un partido de tenis mañanero que queme grasa y elimine toxinas antes de subir al helicóptero enviado por un sultán que desea agasajarme con un almuerzo y proponerme formalmente un negocio relacionado con la explotación de métodos alternativos de combustible en Perú, aunque yo ya le adelanté al sultán Málabuli Masabú Alá que prefiero viajar a vela, impulsado por la brisa y atraído por un nuevo horizonte donde no se explote a los más miserables de ‘m’ minúscula y se confronte sin miramientos a los que se destacan con una ‘M’ mayúscula, sobre todo en mi país, así que aprovecho para recordarles a ustedes, pacientes y tolerantes lectores, que todos están unidos por la misma tierra peruana (aunque sea árida para muchos y fértil para pocos) y deseo que reciban en estas fiestas un suculento mágico sacudón, sea por la revitalización sincera de un amor en declive, el explosivo comienzo de una nueva relación, o un crucial sms como el que cambió mi vida y puedan ¡jo, jo, jo, jooooo!, disfrutar regalando bienestar y alegría por doquier, como si fueran un desprendido Papá Noel o un Estado peruano de buena voluntad.

¡Feliz Navidad, plebeyos afortunados, aristócratas sin reino, hermanos peruanos de sangre, corazón, lágrimas, alegrías, y grandes anhelos!

Alejando Brumas, el conde de Montelisto

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