Angina de pecho crónica por amores imposibles agudizada por un tesoro perdido
En uno de mis regresos por Lima, usando una vieja vestimenta de clase media dilapidada, fui a visitar a un antiguo amigo, el gran DJ Becheto, con ánimo de disfrutar música y recuerdos de juventud. Teníamos un plan y no desistimos hasta culminarlo con respetuosa prolijidad, aunque nos tomó cinco horas terminar la jornada musical embriagada de alegre y triste nostalgia, al compás de acordes y melodías que suelen recobrar rostros, lugares, situaciones, anhelos, triunfos, fracasos…
Entonces decidí que era hora de partir y poner a buen recaudo las joyas acumuladas. Ambos nos consideramos poseedores de un pulido criterio musical y sabíamos que la sensibilidad puesta en el trabajo y el esfuerzo compartido que demandó recopilar 150 canciones para grabar un CD con las mejores melodías roqueras de los sesenta y setenta, era un tesoro invaluable; más si él, por descuido, cansancio o tendencia natural al sistema capitalista y su necia obsesión de incrementar valía comercial en un producto aunque sea de intrínseco beneficio espiritual, no había guardado la información del trabajo en el disco duro de su vieja PC ni en el de su recién adquirida laptop, y tampoco había quemado una copia de protección.
Eran las ocho de la noche y, desconocedor de aquel descalabro, estaba tranquilo, sin consideraciones de máxima seguridad. Tenía suficiente para alquilar un taxi ida y vuelta a Ica, pero preferí terminar el gran día proletario con un toque mágico de horror citadino: aventurarme a tomar un transporte público, subirme al recuerdo infame y apreciar el extraño mundo que habita dentro de esos vehículos que, plagados de incómodos aromas –natural respuesta del organismo a un día agitado o simple carencia de higiene por falta de recursos o hábitos saludables– y asientos empequeñecidos al crítico criterio del propietario y/o a la directiva que rige la nefasta línea, recorren la ciudad, que parece huir a través de sucias ventanillas impersonales.
La noche y estar cerca del paradero inicial de una línea de buses ubicada en el Callao permitía que el vehículo estuviera casi vacío y la golloría de encontrar asientos sin forzada compañía. La cúster avanzaba con su usual agonía y yo iba escuchando música, un arreglo de una canción de los Beatles, pensando en Juliette y en que sería feliz viviendo con ella. Pero al despedirse con un prolongado beso y lágrimas en la mirada, la parisina me advirtió de que no se enamoraría de alguien que supiera a qué se había dedicado ella porque, dado el caso, aquello destruiría la relación, y yo, mon amour, solo quiero ser feliz.
Entendible su aprensión de no arriesgarse a sufrir más, de alejarse de todo aquello que le recuerde pormenores y crueldades a las que se sometió en su trabajo como ‘escort girl’. El que hubiera sido o aún sea prostituta no me causa ningún reparo, porque las decisiones que tome una persona para lograr sus anhelos o sobrevivir son solo entendidas por ella y uno no siempre es capaz de comprenderlas y/o, mucho menos, juzgarlas en su justa medida; la otra razón era que desde joven alguna de mis mejores amigas trabajaron la calle y las que sobrevivieron el rigor del oficio, paulatinamente pudieron construirse una vida menos dura. “Juliette, mi juventud está rodeada de putas”, le dije, y ella, con un mohín, me susurró: “Entonces, mon amour, me forzarías a cambiar de amigas, porque soy muy celosa”.
Las putas me causan ternura y fascinación. Desde pequeño conocí a muchas y me concedieron mucho cariño, aunque el aspecto sexual me fue vedado hasta suprimir los pantalones cortos y aumentar el largo de virilidad. Claro, también tuve magníficas relaciones con chicas formales y conviví con algunas, aunque todas –gollorías de mi buena estrella, imagino– disfrutaban más de inclinaciones eróticas de liberales putas que de conservadoras muchachas.
Juliette fue una aventura reconfortante en mi vida, una dicha fugaz que se transformó en una dolorosa punzada en el corazón, en un amor imposible, aunque yo no pierda la esperanza de convencerla, cansado de estar solo pero bastante aprensivo con una idea martillando paranoia: encontrar únicamente mujeres interesadas en mi fortuna. Pero me alivia saber que al alejarme del castillo y de las personas que conocen de la herencia que cambió mi vida, cuento con un cómplice que disminuye la ansiedad e incrementa las potenciales candidatas para el equilibrio emocional: el anonimato.
Aquel camuflaje concedido por mi compinche singular, sin haberlo premeditado en el aspecto afectivo, es una natural estrategia de lograr el mágico encuentro sin suspicacias hacia la autenticidad de la relación. Conde y millonario, con la capacidad que concede el poder del dinero para rodearse de las mujeres más hermosas del planeta, e iba suspirando anhelos, en una noche sin estrellas, de una relación única. ¿Patética ilusión o vital aspiración? En el fondo seguía siendo un romántico proletario, uno convencido de que la mujer de su vida aparecerá en cualquier momento y será capaz de reconocerla.
Luego de un corto trayecto, subió y se sentó a mi costado la chica más linda de Lima. Me preguntó qué estaba escuchando y contesté With a little help from my friends, de los Beatles, aunque en un magnífico arreglo para la inconfundible voz de Joe Cocker. Debió gustarle que se lo dijera entonando aquella estrofa de la canción o encontrarse con alguien que no tenía rasgos de haber salido de prisión ni ademanes de asaltarla, porque tuvo una natural disposición a compartir el trayecto y nos pusimos a conversar.
Me contó que regresaba al distrito de la Molina luego de quedarse en casa de una amiga y acompañarla al gimnasio. Tenía carro pero no le gustaba manejar trayectos largos, y un taxi en una ciudad informal no es ninguna garantía de llegar viva. “Me encanta la música de los Beatles, y eso que yo no había nacido cuando ellos ya eran los más grandes”, acotó mientras escuchaba por uno de mis audífonos y cantaba más bonito que Joe y aquella gran banda de perros rabiosos. Fui quedando tan adormecido por su encanto y fragancia (salía del gimnasio inmenso que está ubicado en la Av. La Marina, sobre un moderno mercado de abarrotes, en un segundo piso, y despedía aromas de animal salvaje), que solo imaginé poseerla como un brioso semental a su promiscua yegua favorita.
Para no asustarla controlé el relincho y ella ladeó las crines de su cabellera para preguntarme qué apretaba al pecho con tanto cariño. “Es un tesoro que solo yo poseo”. Pero como me percaté que el cobrador y el chofer intercambiaron miraditas legañosas y señas de cejas sobre posibles acuerdos de desviar la ‘diligencia’ y asaltarnos, como si fueran la pandilla recargada de Billy the Kid y Joe Nasty Black, le expliqué a Angélica que la bolsa negra de polietileno guardaba extraordinarias melodías de una gran época musical, ciento cincuenta canciones escuchadas los necesarios segundos para aprobar, recopilar, copiar, y crear el mejor disco compacto de Rock y Blues del mundo. Escaso valor material para quienes no disfruten de esa música ni estén capacitados a valorar Satisfaction (Rolling Stones), Summertime (Janis Joplin), Escalera al cielo (Zeppelín), Feeling all right (Joe Cocker), Where do the children can play (Cat Stevens)…
Así, hablando ruso, disuadimos al par de curiosos antes de entender que podría ser un simple prejuicio el deseo de sacudirnos del posible interés delictivo de la pandilla que venía escuchando no se qué grupo de salsa pero de caribe sabroso y arrebatado por las caderas de alguna infiel llamada ‘Perra Maldita’ que los había abandonado por un cuervo albino de nombre gringo y de paso por el callejón de un solo caño, e imagino también, hogar de algunas sufridas familias trabajadoras y madriguera de una docena de malandrines.
Pasaba el tiempo y sus encantadores ojos turquesa (color verdadero, cosmético, o la distorsión de mi cansancio) seguían observándome con gran interés, ávidos de saber más. Entonces le conté cómo había trabajado durante cinco exhaustivas horas, con un amigo de la infancia, para lograrlo. Algún detalle o todos ellos me hicieron sentir que estábamos destinados el uno para el otro, y tuve la certeza de que ella sentía igual. ¡Nos sentíamos tan bien juntos! La fricción de nuestros cuerpos era natural y compartir los audífonos de mi reproductor mp3 habría grandes posibilidades de acordes románticos y sexuales en el horizonte.
Ella, pendiente de mí, de nosotros, vio que tenía una mano ocupada en mi reproductor musical y no podía hurgar los bolsillos para extraer el dinero con la otra, que aferraba la bolsa negra, y pagarle al impertinente cobrador que se acercó a romper la magia con su repelente hedor y muecas de achorado. Mi bella acompañante, con la sonrisa más dulce del Universo, me dijo: "Dame: te guardo tus tesoros". (Yeah, yeah, yeah, she is all mine!) “Ten, son tuyos”, le contesté, contento, viendo que su rostro expresaba que también había esperado por mí. ¡Ah designios misteriosos con que nos cruzamos constantemente! Díganme si no es maravilloso encontrar el destino afectivo en uno de los lugares más bizarros de Lima: dentro de una espantosa cúster. Pero así encontré a la supuesta mujer de mi vida y ella, un tesoro insospechado.
Embelesados en nuestro encuentro transcurrió el trayecto, sintiéndonos viejos amigos, contemporáneos, ya que los 26 años de Angélica quedaron convencidos, gracias a mi rauda intervención, de que la diferencia de edades es perfecta, Angi, en la relación de pareja. Hablamos de música, libros, cine, teatro… Valoramos todo lo experimentado, pero también reímos con lo que no tenía pies de ni cabeza aunque algunos ‘críticos entendidos’ aseguren que ‘es una creación perfecta porque escapa al entendimiento humano’. “¿Entonces solo podemos comprender lo imperfecto?”, acotó ella y reímos por ello y con cada bache, con cada golpe espectacular de unos muelles vencidos y ávidos de destrozar riñones y el buen ánimo pero incapaces de sosegarnos reír de esporádicos comentarios, tonterías, y de lo contentos de estar juntos.
Una brusca frenada caprichosa nos puso serios hasta que la ironía de Angi sobre ‘el chofer que debió obtener su licencia de conducir en una rifa de kermés’ emancipó el mal rato y volvimos a reír. Ella comenzó a oscilar su cabeza y nos concentramos en los acordes y letra de una nueva melodía que parecía haber sido creada para nosotros y cantamos algunas estrofas que nos unían más, mientras entendíamos que compartíamos gustos y criterios, contentos de intuir que el subconsciente preparaba el terreno para revelar anhelos, temores, y ahondar en otros aspectos de la vida.
A cada segundo se intensificaba la atracción, el deseo, y percibía que eran sensaciones compartidas con mi bello encuentro. ¡Ah mirada ensoñadora y labios carnosos! Un momento más y la hubiera poseído, transformando un ruinoso vehículo circulando una ciudad grande, sucia y peligrosa en el nido perfecto para empezar nuestra historia de amor, asumir recorrerla por siempre, a pie o en carro, sobre patines o bicicleta, pero riendo como niños felices jugando en la chacra de los abuelos antes de llevármela al castillo para colocar a sus pies opulencia y al resto de su cuerpo, ritos de absoluta lujuria.
Entonces rozamos labios húmedos de deseo, nos dejamos arrebatar por el elixir de pasión que embriaga a los amantes e intercambiamos fluidos y sensaciones hasta que llegó mi paradero antes que una nueva audacia menos espontánea y más práctica, una sencilla invitación de quedarse conmigo o propuesta sensata para irme con ella, acompañarla hasta el fin del mundo si fuera necesario. Pero ella me susurró que mañana nos veríamos, me dio un beso de despedida y sus bellos ojos comandaron a que me alejara de ella, a partir, y así descendí como un autómata, con su sabor y mi sonrisa tonta suspirando por ‘mi Angi’.
Afuera, la brisa primaveral comenzó a tornarse en un soplo gélido de angustia; traté de sentir su rostro tocando la fría ventanilla y ella besó mis dedos con unos labios que se expandieron por el vidrio como una amapola aplastada por una tormenta. Nuestras miradas estaban imantadas a su destino, hasta que la maldita cúster, el par de ‘parecen hampones’ a su cargo y las potenciales víctimas empezaron a avanzar y me quedé haciéndole adioses a mi fugaz felicidad. Pero aquella tristeza era esa extraña natural predisposición a intensificar el drama en el amor, porque estaba tranquilo de saber que pronto me reencontraría con mi Angi y que estaría segura el resto del viaje, gracias a que unas cuadras antes subieron varias amigas y amigos que venían de algún concierto u obra de teatro de la universidad Católica y apreciaron boquiabiertos, desde palco, el primer acto del espectáculo de emociones trenzadas, ‘Un micro llamado deseo’.
Me quede allí observando sus delicados adioses femeninos por la ventanilla trasera, usando una perfecta manita enguantada en terciopelo negro o cuero de becerra, del que me percaté mientras el vehículo iba desapareciendo hasta convertirse en un punto negro que se desvaneció y dejó soledad y desesperación. Extinguido el encanto, la noche me abrumó. “Angi”, murmuré, sintiéndome más solo y deprimido que nunca. ¡Pero ahora soy un conde millonario, carajo, y puedo tomar ciertas decisiones! Mañana la llamaré y retomaremos la magia, me dije para desterrar la pena y me fui apretando el vacío en mi pecho, la música de los magníficos sesenta y setenta que ya escuchaba y pronto me pondría a cantar como si fuera Robert Plant subiendo al cielo por una escalera de acordes mágicos capaces de alcanzar el nirvana musical, pero en brazos de mi adorada Angélica.
El alivio no duró más de dos cuadras, incluso caminando feliz, sintiendo aún su aroma mientras delineaba su simétrico rostro en las estrellas que ahora sí destellaban en el cosmos, porque recordé que no le pedí el teléfono. ¡Maldita sea, que desastre! Pero no poder reencontrarme con la mujer de mi vida no es lo peor, sino la repentina angina de pecho que me causó recordar no haberle pedido a Angi que me regresara mi disco compacto ni mi reproductor musical y en este momento la muchacha más linda de Lima –y posible embaucadora profesional– está escuchando la música que preparé tan arduamente y no tengo cómo ubicarla para pedirle que me los devuelva y deje de hacerme adioses cachacientos con una bolsa negra que parecía el guante aterciopelado de una sensual princesa rusa y no el siniestro ropaje que encubría las garras de una ladrona profesional.
Una desgracia: no solo timado por una jovencita el conde que supo confrontar a una de las firmas de abogados más exitosas y siniestras de Europa, sino que es probable que Angi sí sea la mujer de mi Destino. Solo me anima saber que algún día me la puedo encontrar y estoy dispuesto a perdonarla por su buen gusto musical y porque ahora puedo comprarme mil reproductores si lo deseo y he aprendido a no alimentar rencores destructivos. Además cuento con la ayuda de mi amigo DJ Becheto y las 18,000 canciones mp3 que guarda celosamente en sus dos computadoras, para reponer el tesoro esquilmado.
Es lo que supuse antes de enterarme por un lívido DJ Becheto de la trágica noticia: no había forma de recobrar la recopilación musical con la precisión con que fue creada. “No, no, no hay, no, ¡ooohhh no!, no…”, balbuceaba luego de aparecer sorpresivamente, agitado, muy temprano al día siguiente, para hacer una copia urgente del tesoro musical antes de que suceda algún imprevisto, como aquel que escuchó en un puente de incredulidad hasta cruzarlo en estado atónito, desplomada la mandíbula y el ánimo matutino.
Así que yo seguía pensando ingenuamente que no sería inconveniente recuperar ‘mi tesoro’ ni resarcir las pérdidas materiales. Puedo comprar todo lo que deseo para sosegar ansiedades y además él ofreció descargar las canciones que yo quisiera en mi laptop púrpura, aduciendo que ya no estaba para trotes creativos de cinco horas y que yo podía entretenerme en hacerlo por mi cuenta. Era razonable. Por lo demás, no creo que le cause un paro cardíaco enterarse de que me esquilmaron el tesoro o el número que tengo en mente para crear personales conceptos musicales mientras él crea otros para un desconocido Mecenas.
Me reconforta tener ambas opciones para incrementar mi vasta biblioteca musical y 5000 canciones no harán mella a mis 300 gigas; aunque 50 corresponden a toda la información que Juliette, la puta más noble que conocí en Europa, dejó en la laptop que me obsequió, dándome libertad para revisar el disco duro de su vida, siempre que le prometa no reblandecer mi corazón por nadie más que por ella.
¡Ah noble conde millonario que a veces sueles actuar como miserable iluso plebeyo!, te asaltan sentimientos de culpa por haberle sido vergonzosamente infiel, me increpa esta implacable pluma que azota con la única intención de alejar brumas y ha olvidado que me consuela reflexionar que el desliz solo sea en la ilusión de consolidar un nuevo amor con la delictiva y deliciosa Angélica, a riesgo de intensificar síndromes de una vieja angina de pecho por un nuevo amor imposible o por mi probable y maravilloso destino afectivo lleno de peligros con una joven sin ningún indicio físico ni rasgos característicos que engarzan una personalidad de pirata, pita o puta pero con todos los detalles imputables de seducción que aquilatan ciertos pininos de malas costumbres en nuestra sociedad forjando una profesional gran puta: mi linda Angi.
Alejando Brumas, el conde de Montelisto
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